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Aferrarse a los duraznos

La poda resulta en una mejor cosecha. Saber renunciar conduce a una mayor plenitud de vida. “He aprendido que la renuncia ayuda a tener una vida mejor, con más espacio para las cosas que verdaderamente queremos elegir”.


Empecé a interesarme en la jardinería tarde en mi vida. No fue sino hasta pasados los cuarenta que tomé coraje para poner seres vivientes en mi corazón y en tierra, y hacerme responsable de su supervivencia y desarrollo. Una vez que aprendí sobre el mantenimiento y los aparentemente simples secretos de hacer jardines con plantas perennes, y observar luego con asombro cómo seguían regresando año tras año, ya nunca más pude dejar de hacerlo. Descubrí que algunas cosas son dignas de cuidado, ofrecen a cambio más de lo que piden y justifican la paciencia y la dedicación.

Siendo demasiado ambiciosa en mi apreciación de todas las cosas, me había arriesgado a no tener nada.

Fue hace cinco años que por primera vez me aventuré en el mundo de los árboles frutales. Con los sentidos subyugados con sueños de pasteles, tartas y dulces, compré dos pequeños durazneros en el vivero de la zona. El dueño me aseguró que era una variedad resistente y que no sufrirían demasiado con los inviernos de Nueva Inglaterra. Me sentía muy emocionada mientras los descargaba del auto. Lo que siguió fue un largo fin de semana de trabajo bastante agotador siguiendo las instrucciones para ponerlos correctamente en tierra. Era un importante proyecto de mantenimiento; quizás esa tendría que haber sido mi primera pista.

A mediados del segundo verano, ambos durazneros habían triplicado su tamaño y estaban cargados de pequeños duraznitos, duros y verdes, cientos en cada árbol, cada uno del tamaño de un damasco. Me sentía extasiada y orgullosa; era la envidia de amigos y vecinos que se maravillaban con mi “dedo verde”. Las ramas estaban colmadas, como así también mis planes.

Unos amigos me dijeron que debía sacar algunos de los duraznos, porque si no los demás nunca llegarían a ser lo suficientemente grandes. Pero cada vez que miraba esos duraznitos prometedores me parecía que no era el momento oportuno, o no me podía decidir acerca de cuáles cortar. ¿Cómo podría? Estaba maravillada con cada uno. No soportaba la idea de reducir mi espléndida cosecha, ahora que en mi futuro había un emocionante plan sobre el potencial de cada deliciosa fruta. En este caso, más era mejor, o así lo creía yo.

Una mañana, al doblar la esquina de la casa, quedé completamente abatida al ver que el más grande de los árboles se había partido justo en el medio y que dos ramas inmensas, colmadas de fruta, estaban ahora caídas en el suelo. Los duraznos estaban todavía duros y pequeños, cada uno apretado contra los otros en tupidos racimos, pareciéndose más a uvas gigantes que a duraznos. Su peso había quebrado las ramas principales del centro del árbol, y ahora solo dos ramas algo anémicas quedaban unidas al tronco.

Contemplando el árbol roto con prácticamente todos los duraznos verdes ahora en el suelo, la metáfora me golpeó con fuerza: podar el árbol requería saber que debemos decir “no” a algunos para poder decir “sí” a otros. Siempre he tenido dificultad para dejar pasar posibilidades y oportunidades, pero ahora esto era todo lo que tenía. Tratando de proteger todas mis opciones, ahora no tenía ninguna. Siendo demasiado ambiciosa en mi apreciación de todas las cosas, me había arriesgado a no tener nada.

El duraznero me estaba ofreciendo un llamado de atención, implorándome que viera lo inverosímil e indefendible de mi comportamiento.

Tomar la decisión de terminar con relaciones duraderas o con ciertas formas de identidad ha sido siempre para mí un desafío. Reticente a aceptar y lamentar pérdidas, mi costumbre ha sido tratar de llevar adelante todo conmigo mientras avanzo, continuamente agregando lo nuevo sin renunciar a lo viejo, creyendo que si tan solo puedo aumentar mis propias capacidades, encontraré la forma de retener el peso añadido. El duraznero me estaba ofreciendo un llamado de atención, implorándome que viera lo inverosímil e indefendible de mi comportamiento. Mi vida se quejaba bajo el peso de haberme extendido sobremanera en demasiadas direcciones, a demasiadas personas y hacia demasiadas posibilidades. Sin ser recortadas, ninguna parte sería capaz de prosperar.

Decidí practicar la poda en el árbol más chico, que todavía estaba intacto. Mis manos revoloteaban tentativamente sobre los racimos de los pequeños duraznos, mientras trataba de decidir cuáles sufrirían menos. ¿Qué pasaría si elegía dejar un durazno que era un “fiasco”? ¿Y si podaba el que estaba destinado a una jugosa grandeza? El proceso era difícil y divertido a la vez. En silencio le daba gracias y le pedía perdón a cada fruta y luego la separaba de la rama. Al terminar la mañana había cortado a mano un tercio de los duraznos, dejando espacio para los que quedaban, y sabiendo que había salvado un gran obstáculo metafórico para mi propio éxito, y el de mis durazneros. Terminé el verano con una reducida pero excelente cosecha de hermosos duraznos, suficientes como para alimentar a todos mis amigos con tarta de durazno, quienes opinaron sobre mi intuición acerca de la poda, diciendo “Te lo dije”.

Este tipo de discernimiento llegó gradualmente. Mi vida es ahora más fácil, pero debo admitir, riéndome de mí misma, que me pasó exactamente lo mismo al año siguiente con el segundo duraznero. Hay muchas chances de que nunca vaya a lograr vencer completamente mi desafío de desprenderme de las cosas. Ser agradecida todavía me confunde, y quiero aferrarme a todo lo que valoro. Pero por lo menos he aprendido que la renuncia ayuda a tener una vida mejor, con más espacio para las cosas que verdaderamente queremos elegir… y mejores duraznos. Ser capaz de recordar esto realmente me ayuda. Y por ahora, mientras que quizás no tenga muchas tartas de durazno fragantes y perfectas saliendo de mi horno, me he vuelto terriblemente buena en preparar chutney de duraznos verdes.

Kristi Nelson

Artículo reproducido con permiso de gratefulness.org


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