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El amor verdadero

Hugo Mujica

La figura bíblica de José es imagen del amor verdadero, un amor que “no es el abrazo que retiene sino la caricia que acompaña, el rozar que despide”.

Del evangelio de Mateo (1, 18-24)
Éste fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto. Mientras pensaba en esto, el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados”. Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta: La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel, que traducido significa: “Dios con nosotros”. Al despertar, José hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa.

Entre las figuras del adviento: las de Isaías,
Juan el Bautista y María,
aparece hoy la de José.
llega en la mayor proximidad de la navidad,
en el umbral que la separa del adviento,
que lo realiza.

Después de verla en la infancia de Jesús,
la figura de José, en los evangelios,
queda en un segundo plano, calla, desaparece.

La figura de José, en los relatos de la infancia de Jesús,
semeja la de un ángel,
imagen la de la protección:
protege sin aparecer, o más radicalmente aún,
es decir, más humanamente:
como la de quien sabe amar,
quien acompaña sin ocupar lugar,
como quien da el verdadero paso del amor,
el paso atrás, el que regala su lugar.

José y María se amaban,
el uno al otro y los dos a Dios.
Y Dios quería, quiso, un amor más grande para ellos:
Dios les ofreció un sacrifico mayor.

El amor de José debía abrazar no sólo el amor sino también el misterio que tiene todo amor:
abrazar el misterio del amor de Dios,
tan plenamente en ellos,
que no será sólo un misterio espiritual sino una realidad carnal:

la de Dios naciéndose carne,
naciendo dentro del amor humano:
del mutuo amor de María y José,
naciendo amor humano para hacer del amor el lugar de su manifestación,
su teofanía, su revelación.

Para nacer, Jesús tiene necesidad de María,
para vivir y crecer, necesita también a José.

De José que no es invitado a amar menos sino a amar más,
amar de un amor que hace silencio,
que se retiene,
que se recoge delante del misterio del otro,
del otro como misterio de Dios.

José amaba a María antes de comprender su misterio,
amó a María después de la revelación del misterio que no revelaba nada,
que simplemente le anunciaba que lo que María llevaba en su vientre
era un misterio de Dios:
que en la carne de María se hacía carne Dios.

Le anunciaba que lo incomprensible también es revelación,
que si lo comprensible de la fe pide nuestro consentimiento,
lo misterioso de la fe pide nuestra entrega:
no pide consentir sino saltar.
pide el salto de la entrega sin la red de la comprensión.

Porque José aprendió a amar a María
con un amor que no es posesión;
también podrá amar a Jesús desposeyéndose:
dejando ser en Jesús a Dios: callando él,
ocupando el último lugar:
desapareciendo en el misterio en que su vida se ocultó.

José amó a Jesús con una paternidad que se trasparenta,
que es sin aparecer, está sin retener,
que deja ser al otro sacrificándose él.
José amó a Jesús como Dios nos ama a nosotros:
dejándonos solos, haciéndonos libres:
teniendo fe en nosotros,
en nosotros que somos la esperanza de Dios.

José, simple y radicalmente, encarnó el amor cuando no se cierra sobre lo amado sino desde lo amado se trasciende, se rebasa,

cuando no es el abrazo que retiene sino la caricia que acompaña, el rozar que despide.

y sustrayéndose él nos enseñó el amor verdadero,
el que sacrifica lo que hay de humano en uno mismo por lo que hay de sagrado en los demás.


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