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Luces y sombras

Hugo Mujica

¿Qué miramos? ¿Miramos lo que brilla y encandila pero no ilumina… o miramos lo que no luce, lo que no cuenta? ¿Miramos a aquellos que viven en la oscuridad, a quienes estamos llamados a iluminar?


Del evangelio de Juan (3, 14-21)
Dijo Jesús: “De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios”.

El Génesis, la narración del inicio de la existencia,
comienza con un mandato de Dios: haya luz.
El mandato y las palabras que encienden la creación;
la luz en la que vivimos, nos movemos y existimos.

Al principio era la luz.
La luz abre en la noche del cosmos un ámbito iluminado,
abre un mundo;
allí se distingue, se nombra, se valoriza y se juzga.

Allí, en ese nombrar y valorizar,
se enciende el sentido de esa creación,
y su sentido es precisamente eso mismo:
que la luz de Dios brille sobre la tierra,
que resplandezca sobre cada átomo de la creación,
sobre cada latido de cada y en toda vida.

La luz, el sentido y la verdad
que suena en las palabras que seguimos escuchando:
en su revelación, la que nos revela nuestro ser.

La revelación de que vivimos bajo su mirada,
bajo su luz,
arraigados en una tierra, pero como un árbol,
también erguidos por la fuerza de la luz.

La revelación de que no estamos ni seremos dejados solos,
que la resurrección, la creación estallando gloria,
seá la palabra final.

La sombra vino después. La sombra, como la ceguera,
es privación: es no ver.

No es noche; es no ver el día, no ver la luz.
No es no tener fe; es no vivirla:
no encarnarla, no serla hacia los demás…
el siemplemente no amar.

Nosotros, los bautizados
fuimos iluminados por el cirio pascual,
fuimos conminados para vivir en la luz.
Somos los que vemos, los que tenemos luz,
los llamados a encender la creación.

Pero la pregunta, la pregunta cuaresmal,
la pregunta de la conversión, no es si vemos o no vemos.
Es: ¿qué miramos?

Es si vemos lo que todos ven, lo que brilla o encandila
pero no ilumina,
o si miramos lo que no resplandece,
lo que para el mundo no brilla;
lo que, precisamente,
los cristianos estamos llamados a mirar.

Si algo veía Jesús, él, la luz del mundo,
era lo que la luz del mundo no ve porque no lo ilumina,
porque los deja fuera de su escaparate,
de su efímero fulgor.

Jesús veía lo que el otro no tiene,
veía lo que no cuenta.

Jesús veía dentro de las sombras aquello que pedía luz,
sentido, redención.

Veía todo lo que falta,
todo lo que no es pero debía ser dado a luz,
como el pan,
como el trabajo, como la justicia, como la paz, como la hermandad,
como la esperanza de los otros,
la esperanza a la que debemos responder;
la noche de los otros a la que estamos llamados a iluminar.

Jesús no encendió ese sentido definitivo del mundo que se llama resurrección
mirando desde lo alto;
lo hizo en la cruz, mirando hacia nosotros,
hacia lo que descendió para mirar,
para tocar, para sanar.
Para recorrer el camino que nos llama a recorrer,
el de ser esperanza en medio del desaliento
de la misericordia en medio del dolor.

Y lo hizo entrando en la sombra, en la ceguera del mundo,
en las tienieblas que nos dice el mismo San Juan
que no lo recibieron;
lo hizo entrando y abrazando el mundo que lo rechazó.

La noche, la que la cuaresma nos llama a abandonar,
no es no ver, es mirarse a uno mismo,
es no ver la noche de los demás;
es no internarse en la noche del mundo como luz de Dios,
la secreta luz de un Dios de nuestro tiempo:

un Dios oculto en las sombras de su propia luz,
en lo rechazado de su propia creación,
en la miseria y las heridas de los que duermen en nuestras calles,
en las miradas a las que no solemos responder,
a las miradas desde las que nos mira Dios.


Hugo Mujica estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología. Tiene publicados más de veinte libros y numerosas antologías personales editadas en quince países; alguno de sus libros han sido publicados en inglés, francés, italiano, griego, portugués, búlgaro y esloveno.

www.hugomujica.com.ar

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