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Redescubrir nuestros sentidos (continuación)

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Pero el amor por la vida no es tan sólo el sentido del gusto en lo que al paladar se refiere. El gusto por la vida abarca otra multitud de aspectos que precisan de los demás sentidos pues es una actitud de apertura hacia lo que nos rodea. Quizá sea por ello por lo que exista la expresión “tomarle el gusto a las cosas”. No creo que tenga que ver con llevarse alimento a la boca, aunque eso no quita que uno pruebe algo que pueda resultar extraño en un primer momento. Me inclino por la expresión que apunta más bien a sacarle el jugo, a captar la esencia que hay detrás de las cosas, consistiría más bien en desentrañar el misterio que reside tras la apariencia de lo que vemos, oímos, olemos, gustamos o tocamos.

Hay que aprovechar la primavera para redescubrir el gusto, recuperar el paladar para saborear el mundo que nos rodea. Tal vez ahí resida una de las claves para lograr vivir cada día como nuevo y dejar que sea un día más.

Los aromas escondidos

En el ámbito de los sentidos, el olfato ha perdido un puesto importante que ha tenido mucho que ver con el momento en que el hombre se hace del todo humano y toma una postura erguida. En el momento en que éste se volvió bípedo (efeméride decisiva en nuestra prehistoria familiar) perdió el vínculo especial que tenía con la tierra; ganó altura para muchas cosas, pero perdió irremediablemente conexión con otras. Este fue el instante en que su capacidad olfativa se vio mermada en pro de las demás funciones sensitivas perdiendo relación con otro mundo de sensaciones más primarias, y esto es así porque las moléculas que tienen relación con los aromas son más pesadas y se encuentran por debajo de nuestro olfato, más cerca de la tierra.

Además, los olores son potenciadores del sabor. Al obviar esto, aquello que comemos pierde intensidad, por lo que convertimos nuestras comidas en un puro trámite perdiéndonos así el momento de deleite que puedan suponer. Está claro que este es otro instante más de nuestra vida que puede ser vivido, y no como algo que simplemente hay que hacer porque sí.

Hay un sinfín de aromas escondidos detrás de cada momento de nuestra vida. Estoy convencido de que todas las personas hemos tenido oportunidad de comprobar cómo detrás de cada recuerdo también se esconde un olor concreto que cuando nos topamos con él después de mucho tiempo vuelve a revivir en nosotros aquella experiencia primera. Las fragancias se esconden en nuestro corazón envolviendo al pasado. No hay pasado sin más, los recuerdos siempre están acompañados de un olor y de muchas emociones, no son meras imágenes que regresan a nuestro pensamiento.

Ser conscientes de nuestras capacidades sensoriales nos permite tener un vínculo más estrecho con la vida. Darnos cuenta de la cantidad de matices que acompañan nuestro día a día nos permite revalorar nuestra vida.

Es curioso ver cómo las fosas nasales, que es donde reside la capacidad olfativa, son además las encargadas de tomar el aire al respirar. La respiración nos mantiene vivos, nos conecta con la vida exterior y con nuestra propia intimidad… los aromas también nos conectan con todo lo que nos rodea. Gracias a algo tan simple y sencillo como es el respirar podemos estar aquí, leyendo, escuchando, oliendo, degustando lo que las palabras nos sugieren pues esto no deja de ser algo constitutivo de lo humano. Ser conscientes de nuestras capacidades sensoriales nos permite tener un vínculo más estrecho con la vida. Darnos cuenta de la cantidad de matices que acompañan nuestro día a día nos permite revalorar nuestra vida, nos hace sentirnos dichosos y, ante todo y sobre todo, agradecidos, pues no deja de ser una experiencia que brota de la gratuidad más absoluta.

Considero que sería muy acertado por nuestra parte revalorar el sentido del olfato pues al final oler siempre ha guardado relación con poder vislumbrar el misterio de la vida, con el misterio de la transformación. Es en el aroma de la naturaleza donde siempre vamos a poder reconocer algo de la vitalidad que sostiene todo, que es diáfana y plena, y que apunta directamente al gran Misterio que lo sostiene todo, que está en todo y que es más que todo ello junto.

Hoy puede ser una buena oportunidad para percatarnos de algunos olores que nos rodean, de disfrutar con ellos y, al mismo tiempo, de poder ser agradecidos por ello.

El con-tacto necesario

Es la última parte de esta serie sensorial con la que he querido rendir homenaje a la naturaleza, al tiempo que he procurado valorar las potencialidades reales con las que cuenta el ser humano. Reconocer y recuperar las capacidades tan especiales que tenemos en nuestros sentidos nos conecta con la vida de un modo nuevo y especial. Creo que merece la pena reeducar nuestros sentidos en esta dirección con objeto de percibir cosas nuevas que hasta este momento han estado ocultas por nuestra propia insensibilidad.

Con el sentido del tacto finalizamos este recorrido sensorial. He querido que sea éste el último de ellos porque es el más olvidado. Pasa desapercibido por haber sido de los más castigados. En mi mente resuenan aquellas palabras de la infancia en la que se me decía: “niño, eso no se toca”. Tocar siempre ha formado parte de nuestra capacidad para conocer el mundo que nos rodeaba y, seguramente, el que aún nos rodea. Necesitamos tocar, palpar la realidad, interactuar con ella desde nuestra piel. Es importante que nuestros saludos, bienvenidas o despedidas tengan lugar a través de las manos, los abrazos o los besos. En todas estas acciones el contacto está asegurado.

También llama la atención reparar en los gestos que son necesarios para sanar a alguien de alguna dolencia. Hace falta tocar del modo que sea para esclarecer un diagnóstico. La piel juega un papel sin precedentes en nuestras relaciones, sin embargo también nos hemos hecho pudorosos en este sentido. Todos los gestos que precisan de contacto se realizan de forma rápida y concisa. Pareciera que nos jugamos algo más si el contacto se excede. Por el contrario, en momentos muy puntuales nos atrevemos a jugarnos más porque la confianza está de por medio. La realidad es que nos movemos entre el contacto y la retirada en las relaciones, pero está claro que el contacto es más que necesario pues al final somos seres sociables.

En este sentido me gustaría reivindicar las experiencias en que el tacto, el contacto (el tacto con otros) se pone de manifiesto. Creo que, si bien es verdad que nos abrazamos, besamos y tocamos, no llegamos a poner conciencia en esos momentos y, desde la inconsciencia, se hacen superficiales y mecánicos. Cada oportunidad que tenemos de poder estar con otras personas esconde algo especial si estamos presentes en ese encuentro. Aquí es donde radica la diferencia. Estamos demasiado acostumbrados a mecanizarlo todo y, por esta razón, vivimos a medias. La otra persona con la que contactamos requiere de nosotros nuestra presencia, no nuestra atención, aunque creamos que es más bien al contrario, y, nuestra presencia sólo la podemos ofrecer si nos abrimos al otro y estamos con él mientras estamos con nosotros (esto es, mientras nos damos cuenta de lo que está sucediendo, es decir, nuestra sensibilidad está ahí, no en nuestros pensamientos).

Me llama la atención que existan en nuestro vocabulario frases del tipo: “hay que hacer las cosas con tacto”, es decir, con cuidado. Si esta equivalencia la entendemos desde ahí, significa que en el tacto se esconde una dimensión que procura el bien del otro y, por consiguiente, sólo podemos mirar por el otro si estamos al cien por cien con él.

El verano también nos brinda oportunidades para darnos cuenta de todo esto. No hay más que tocar, con cuidado (con tacto), los pétalos de las flores que aún quedan, acariciar los troncos de los árboles y sentir la infinidad de pieles con los que se recubren, o dejar que el viento acaricie nuestro rostro mientras logramos sentirlo y disfrutarlo. Todo está ahí fuera esperando ser descubierto por primera vez, tan sólo depende de nuestra actitud y de nuestra sensibilidad.

Jose Chamorro


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