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Santidad añorada y temida

hugo-100x78La santidad nos habla de valores que nuestro corazón anhela… pero que a la vez teme. “Estas palabras tienen un sabor ambiguo; por un lado suscitan un atractivo, una nostalgia de algo tan lejano como propio. Y por otro lado sentimos un rechazo o un miedo hacia esos valores”.


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Del evangelio de Mateo (4, 25—5, 12)
Seguían a Jesús grandes multitudes, que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania. Al ver la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: “Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices los afligidos, porque serán consolados. Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron”.

Hoy es el día de todos los santos, día de la santidad,
de ese misterio tan simple de un corazón que ha dejado de latir para sí,
de una vida que hace de la entrega su ser,
que por no reflejarse en sí misma vive transparentando a Dios.

La iglesia, proclamando, llamando a la santidad,
nos pone ante la revelación de las bienaventuranzas de Dios.

Jesús, sobre el monte, como otro Moisés,
no está proclamando una nueva tabla de la ley,
instituyendo una nueva moral:
está revelando su propio corazón,
el corazón humano que su vida latió,
la debilidad de Dios que él mismo encarnó.

Jesús nos está revelando aquello que
en lo más profundo de nosotros mismos,
en esa profundidad desde la que el pecado nos alienó,
pulsa por darse a luz.

Jesús nos habla de humildad y mansedumbre,
nos describe un corazón cuyo color es la transparencia,
un corazón vacío de sí que hace de ese vacío apertura hacia los otros,
un corazón deseoso de justicia, de la justicia y la paz de los demás,
que hace de los otros su encuentro con Dios.

Jesús habla, en definitiva, de una existencia atravesada por la debilidad,
articulada por todo aquello que a los ojos del poder,
a los ojos del mundo en el que vivimos
y el que nosotros mismos construímos,
es despreciable para los otros,
y es hasta lo que nosotros mismos, tácita o explícitamente,
despreciamos en los demás.

Estas palabras tienen un sabor ambiguo;
por un lado suscitan un atractivo,
una nostalgia de algo tan lejano como propio.
Algo en nosotros se siente a tono con estas palabras,
con ese corazón,
se siente desnudado y revelado en ellas.

Y por otro lado sentimos, vivimos,
un rechazo o un miedo hacia esos valores,
un rechazo que no está hecho de negativas:
está hecho de cobardías, de pequeños pactos,
de complicidades tácitas o explícitas,
de constantes postergaciones y silencios,
de mediocridad o de mezquindades más que de pecado.

Ninguna como esta página del evangelio muestra hasta qué punto
hemos domesticado y aburguesado el evangelio,
hasta qué punto hemos hecho de esta radicalidad
la inoperante emoción de un llamado a acomodarnos
con la misma comodidad en la sociedad en la que vivimos
que en nuestros bancos de iglesia,

porque en verdad ¿quién de nosotros se deja atravesar por estas palabras?
¿se deja acrisolar por estos valores?

Es que el sermón de la montaña,
la humildad y la mansedumbre,
la pobreza y la justicia, todo ello tiene una meta,
todo ello, vivido, no nos engañemos,
es el camino hacia la cruz, es la locura de la cruz.

Porque se trata de eso,
de un camino a contramano del mundo,
de un mundo donde los humildes y los mansos se mueren de hambre,
se llaman excluídos, no feligreses;
un mundo donde los que buscan la paz
también mueren en las manos de los que buscan perpetuar el poder,
un mundo donde los perseguidos por la justicia
no solemos ser nosotros sino los que no tienen ni voz,
aquellos que buscan justicia y le responden con la ley.

Se trata de la cruz, la cruz del evangelio,
la cruz de vivir cristianamente hoy,
pero sin pactar ni negociar,
sin vender ni abaratar la gracia que pagó con la vida Jesús.

Algo de nosotros los quiere,
algo de nosotros los rechaza;
algo de nosotros escucha en estas palabras el llamado
a la felicidad de vivir lo que realmente somos,
la felicidad de atrevernos a ser débiles,
necesitados frente a los otros y frente a Dios,

la felicidad de hacer de esa debilidad
la flexibilidad que necesita Dios para moldear nuestra vida,
la de amasar con ella un pan para los demás.

Algo de nosotros la quiere, algo de nosotros la rechaza: teme dejar la armadura,
teme ceder su lugar seguro en la mesa de los socialmente aceptados,
teme no contar para el mundo,
para un mundo donde cada vez cuentan menos los que no tienen nada con que contar,
ninguna cuenta que mostrar.

Hoy frente a todos los santos,
a los que simplemente y cada vez dijeron “sí”, escuchamos estas palabras,
palabras duras,
como suena la verdad cuando le habla a la mentira;
palabas dulces, esas mismas palabras,
como suena la verdad cuando es de Dios,
cuando se ofrece y se da,
cuando nos invita a osar ser como fue él,
como él mismo quiere ser en nosotros,

dulces, dulces y mansas cuando nombran la bienaventuranza
de tener un corazón en el que late Dios.


Hugo Mujica estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología. Tiene publicados más de veinte libros y numerosas antologías personales editadas en quince países; alguno de sus libros han sido publicados en inglés, francés, italiano, griego, portugués, búlgaro, esloveno, rumano y hebreo.

www.hugomujica.com.ar

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