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Vacío y plenitud

Hugo Mujica

Un granero lleno de lo que cuenta, pero vacío de lo que vale. Llenarse de cosas es estar interiormente vacío. Vaciarse de sí es hacer lugar para los otros, es llenar el alma.


Del evangelio de Lucas (12, 13-21)
Uno de la multitud dijo a Jesús: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. Jesús le respondió: “Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?”. Después les dijo: “Cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”. Les dijo entonces una parábola: “Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: ‘¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha’. Después pensó: ‘Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida’. Pero Dios le dijo: ‘Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?’. Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios”.

Con imágenes de humo y polvo,
de hierbas marchitas, de tiempo y de muerte,
las lecturas de hoy nos hablan de la finitud humana.

Pablo, en su carta, nos habla del absoluto,
de todo en Cristo y Cristo en todo, y,
también,
él mismo, nos conmina a buscar las cosas de arriba, no las de la tierra.

Sesenta y cuatro veces en sus pocas páginas,
el libro del Eclesiastés repite el estribillo de que todo es vanidad,
todo es vanidad de vanidades, vacío y vacuidad.

Si buscásemos un escape, una evasión,
sería fácil trocar la paradoja en disyuntiva,
mirar hacia el cielo y dar la espalda a la vida,
o mirar hacia dentro de uno mismo y no ver a los otros.

Pero el cristianismo no es una disyuntiva sino una paradoja:
una tensión, un cruce de caminos, una cruz.

Toda carne es polvo y todo es vanidad,
eso lo atestigua el tiempo,
lo plasman los que ya no están,

pero con ese polvo formó Dios a Adán y en él a la humanidad entera,
de ese humus devenimos humanos,
de ese polvo, de ese humus mismo estuvo hecha la carne con que se encarnó Jesús.

Nos encontramos en la tensión entre el
“ya pero todavía no”,
la fecunda tensión de “estar en el mundo sin ser del mundo”,
de estar en uno sin ser para uno mismo;

entre esta tierra anunciada ante Juan el bautista por Jesús
como el lugar donde su reino llegó
y el mismo Jesús diciendo a Pilato que su reino no es de este mundo.

Nos encontramos en la pasión por lo eterno en medio del pasar de las horas.

Dios, sabemos, es a la vez inmanente y trascendente,
está en el mundo pero haciéndolo estallar,
rebasándolo, trascendiéndolo.

También nosotros estamos llamados a trascender el mundo, pero lo trascendemos solo abrazándolo,
bebiendo el cáliz hasta el final,
y no solo eso, también alzándolo para celebrar la creación, la vida, los otros y el mundo que nos alberga
y el pan de cada día,
sabiendo qué es el mundo que al crearlo Dios dijo por siete veces que era bueno,
y muy bueno, resaltó al contemplar su creación.

La vanidad, el vacío, la nada,
no es carencia sino dependencia,
conciencia de ser creatura, conciencia de finitud.

Hoy, en medio de esta tensión,
ilustrándola, aparece la parábola del granero,
y nos dice que era vaciando el granero
que el hombre de nuestra parábola
podría haber llenado su alma,
habría hecho de su vida un lugar para Dios.

El granero, lleno, resulta estar vacío;
una vez más la medida de Dios no es la nuestra,
está lleno de lo que cuenta, pero vacío de lo que vale.

Dentro de él se encerraba su dueño,
en esa posesión ponía su seguridad,
y quien está lleno de sí está vacío para los otros,
y quien está vacío para los otros es nada para Dios.

No está mal que el granjero tenga el fruto de su trabajo,
lo malo es que se haga dueño de lo que tiene,
que no sepa tener sin poseer,
sin poner en la posesión su esperanza,
sin aferrarla como su seguridad.

Sin caer en la avaricia,
en la pulsión capitalista de acumularla,
en la pulsión biológica de hacer de la vida una propiedad, una vida para sí mismo,
una conservación, un encierro de sí.

Para Pablo, en la carta que leímos, Cristo,
solo Cristo es la síntesis,
el Cristo que tuvo vida, tanta vida como la de Dios,
pero no la tuvo para guardarla, la tuvo dándola,

haciendo de la entrega el gesto que transfigura lo temporal en definitivo, el polvo en resurrección.

Jesús no poseyó nada, no aferró ni siquiera su divinidad,
y en eso, en su vaciamiento, supimos de su plenitud,
y en ese, su despojamiento, nos reveló su divinidad.


Hugo Mujica estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología. Tiene publicados más de veinte libros y numerosas antologías personales editadas en quince países; alguno de sus libros han sido publicados en inglés, francés, italiano, griego, portugués, búlgaro y esloveno.

www.hugomujica.com.ar


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