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Comenzar por casa

¿Amarse a sí mismo es egoísmo? En realidad, solo podremos hacer felices a los demás en la medida en que nosotros lo seamos. Y ser feliz es, en buena parte, estar libre de sufrimientos. Reflexiones de Ignacio Larrañaga.


Se dice: mientras haya a mi lado quien sufra, yo no tengo derecho a pensar en mi felicidad. Estas palabras suenan muy bien, pero son falaces. Tienen una apariencia de verdad; pero, en el fondo, son erróneas.

A la primera observación del misterio humano, saltarán a nuestros ojos una serie de evidencias como éstas: los amados aman. Sólo los amados aman. Los amados no pueden dejar de amar. Sólo los libres liberan, y los libres liberan siempre. Un pedagogo modelo de madurez y estabilidad hace de sus discípulos seres estables y maduros, y esto sin necesidad de muchas palabras. Lo mismo sucede con los padres respecto de sus hijos. Y, por el contrario, un pedagogo inseguro e inhibido, aunque tenga todos los pergaminos doctorales, acaba envolviendo a sus discípulos en un halo de inseguridad.

Es tiempo perdido y pura utopía el preocuparse por hacer felices a los demás si nosotros mismos no lo somos.

Los que sufren hacen sufrir. Los fracasados necesitan molestar y lanzar sus dardos contra los que triunfan. Los resentidos inundan de resentimiento su entorno vital. Sólo se sienten felices cuando pueden constatar que todo anda mal, que todos fracasaron. El fracaso de los demás es un alivio para sus propios fracasos; y se compensan de sus frustraciones alegrándose de los fracasos ajenos y esparciendo a los cuatro vientos noticias negativas, muchas veces tergiversadas y siempre magnificadas. Una persona frustrada es verdaderamente temible. Los sembradores de conflictos, en la familia o en el trabajo, siendo perpetuamente espina y fuego para los demás, lo son porque están en eterno conflicto consigo mismos. No aceptan a nadie porque no se aceptan a sí mismos. Siembran divisiones y odio a su alrededor porque se odian a sí mismos.

Es tiempo perdido y pura utopía el preocuparse por hacer felices a los demás si nosotros mismos no lo somos; si nuestra trastienda está llena de escombros, llamas y agonía. Hay que comenzar, pues, por uno mismo. Sólo haremos felices a los demás en la medida en que nosotros lo seamos. La única manera de amar realmente al prójimo es reconciliándonos con nosotros mismos, aceptándonos y amándonos serenamente. No debe olvidarse que el ideal bíblico se sintetiza en “amar al prójimo como a sí mismo”. La medida es, pues, uno mismo; y cronológicamente es uno mismo antes que el prójimo.

La única manera de amar realmente al prójimo es reconciliándonos con nosotros mismos, aceptándonos y amándonos serenamente.

Ya constituye un altísimo ideal el llegar a preocuparse por el otro tanto como uno se preocupa por sí mismo. Hay que comenzar, pues, por uno mismo. Al respecto, no faltarán quienes arguyan alegremente: eso es egoísmo. Afirmar esto, sin mayores matizaciones, no deja de ser una superficialidad. Evidentemente, no estamos propiciando un hedonismo egocéntrico y cerrado. Si así fuera, estaríamos frente a un enorme equívoco, que podría resultarnos una trampa mortal.

Efectivamente, buscarse a sí mismo, sin otro objetivo que el de ser feliz, equivaldría a encerrarse en el estrecho círculo de un seno materno. Si alguien busca exclusiva y desordenadamente su propia felicidad, haciendo de ella la finalidad última de su existencia, está fatalmente destinado a la muerte, como Narciso; y muerte significa soledad, esterilidad, vacío, tristeza. En sus últimas instancias, el egoísmo avanza siempre acompañado e iluminado por resplandores trágicos; egoísmo es igual a muerte, es decir, el egoísmo acaba siempre en vacío y desolación.

Ser feliz quiere decir, concretamente, sufrir menos. En la medida en que se secan las fuentes de sufrimiento, el corazón comienza a llenarse de gozo y libertad.

Estamos hablando, pues, de otra cosa. Mi propuesta es dejar al hombre en tales condiciones que sea verdaderamente capaz de amar; y sólo lo será —volvemos a repetirlo— en la medida en que él mismo sea feliz. Y ser feliz quiere decir, concretamente, sufrir menos. En la medida en que se secan las fuentes de sufrimiento, el corazón comienza a llenarse de gozo y libertad. Y sentirse vivo ya constituye, sin más, una pequeña embriaguez; pero el sufrimiento acaba bloqueando esa embriaguez.

Después de todo, no queda otra disyuntiva sino ésta: agonizar o vivir. El sufrimiento hace agonizar al hombre. Eliminando el sufrimiento, el ser humano, automáticamente, recomienza a vivir, a gozar de aquella dicha que llamamos vida. En la medida en que el hombre consigue arrancar las raíces de las penas y dolores, sube el termómetro de la embriaguez y del gozo vital. Vivir, sin más, ya es ser feliz.

Si conseguimos que la gente viva, la fuerza expansiva de ese gozo vital lanzará al hombre hacia sus semejantes con esplendores de primavera y compromisos concretos. Vámonos, pues, lenta pero firmemente tras esa antorcha. En el camino salvaremos los escollos uno por uno, y caerán las escamas. Y, desde la noche, irá emergiendo palmo a palmo una figura hecha de claridad y alegría: el hombre nuevo que buscamos, reconciliado con el sufrimiento, hermanado con el dolor, peregrino hacia la libertad y el amor.

Tomado del libro “Del sufrimiento a la paz”, de Ignacio Larrañaga.


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