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De eternidad y momentos

Ana María Díaz

Al llegar el fin de año, nos hacemos más sensibles respecto del misterio de nuestra existencia. ¿Cómo hallar la felicidad en medio de esta tensión entre lo permanente y lo pasajero?


El fin del año y la llegada del nuevo nos ponen en una sensibilidad especial, porque nos ubican en esa inflexión entre lo que termina y lo que continúa. Aprovechando esta sensibilidad, detengámonos a reflexionar, siempre en el intento de vivir la existencia con esa necesaria mezcla de lucidez y reverencia.

En primer término, un año que termina pone fin a muchas cosas, a la vez que activa en la memoria inconsciente la frecuente experiencia de cerrar capítulos de nuestra vida, tales como terminar proyectos en los que estuvimos involucrados con entusiasmo, cambiarnos de trabajo, ver alejarse amigos, perder seres queridos, descubrir militancias de toda la vida que ya no nos interpretan, desilusionarnos de líderes sociales, políticos o espirituales, etc. El fin de año inevitablemente nos habla de todo lo que se ha terminado en nuestra vida y, de algún modo, del fin de nuestra vida. Esta es quizá la explicación de los depresivos sentimientos que se ocultan en las hipomaníacas celebraciones de la llegada del año nuevo.

La eternidad de la vida, su explosiva potencia y desbordante fecundidad, está tan presente en la pesadumbre de los finales como en la euforia de los comienzos.

En segundo término, las huellas que portamos en la memoria, esas que nos llevan a ordenar nuestra vida en unidades temporales, son expresión quizá de las marcas indelebles que los ciclos naturales nos dejaron en el alma, mucho antes que aflorara la conciencia lúcida en el cosmos. Desde el oscuro fondo de la evolución, algo parece decirnos que la historia se repite siempre, y que al cabo de un año volvemos a iniciar el mismo proceso, una vez más. Tal vez la universal celebración del año nuevo algo tenga de exorcismo ante la angustia, el espanto y dolor de vernos entregados a ese destino cicloidal, el que tan bien recogió el mito de Sísifo.[1]

Entonces ¿quiere decir que la fiesta del año nuevo es una mezcla de dolor por todo lo que se termina en nuestra vida y de dolor por todo lo que continua repitiéndose año tras año? Hay que reconocer que esta exageración algo tiene de cierta. Y nos hace patente la necesidad de aprender a bien vivir lo que termina y a bien vivir lo que continuará repitiéndose, mañana igual que ayer.

Respecto a lo que termina, todo podría ser menos duro si nos hubieran enseñado tempranamente que los finales forman parte de la lógica inexorable de los acontecimientos; si hubiéramos aprendido que, “el que las cosas tenga un final”, es parte de la naturaleza intrínseca de todo, que está en sus leyes y en sus prerrequisitos. Pero, al parecer, esta es una lección que tardamos en aprender. Nos resulta natural lo que comienza: hacernos de nuevos amigos, enamorarnos, hacer promesas absolutas, inaugurar empeños, descubrir sueños, embarcarnos en nuevos proyectos, en fin. Pero nos duele y consideramos antinatural que ese incremento de energía y esa explosión de vitalidad, inherente a todo comienzo, se desinfle lastimosamente al llegar al final.

Sabemos que se necesita valentía para iniciar cualquier experiencia nueva. Pero luego descubrimos con asombro que se necesita más valor aún para reconocer las señales que nos empujan a aceptar el final de una experiencia. Es explicable que vacilemos en el umbral de vivir sentimientos que nos hablan tan elocuentemente de nuestra precariedad. Deseamos que la vida sea eterna, y por eso nos cuesta aceptar que nada es para siempre.

Pero, a todos nos llega el momento de tener que armonizar el anhelo de eternidad con la caducidad de nuestras experiencias. Es una lección cruda, pero que vale la pena aprender. Y es que aprendiéndola, averiguamos que la eternidad de la vida se encuentra mucho más allá de donde creemos, los pilares de la eternidad de la vida están menos a la vista de lo que pensamos. Muchas veces, confundidos, nos aferremos a cosas provisorias, creyendo que satisfacemos nuestra necesidad de “para siempre”. Sin embargo, si aprendemos a bien vivir, finalmente descubriremos que la eternidad de la vida, su explosiva potencia y desbordante fecundidad, está tan presente en la pesadumbre de los finales como en la euforia de los comienzos.

Mihaly Csikszentmihalyi

Desde la otra cara del asunto, es tanta la gente para quienes la vida se ha convertido en un peso a soportar o tantos los momentos en que la sentimos así, que nos preguntamos desconcertados ¿cómo se llega a vivir de este modo? Algunas respuestas están en esas rupturas que vivimos sin darnos cuenta, que se convierten en desgarrones sangrantes por donde se nos escapa la vida, tales como la ruptura entre el placer y el deber, que convierte las tareas de la vida en una obligación carente de sentido, y el tiempo libre en una transgresión autodestructiva, o la ruptura entre el éxito y el fracaso que convierte el éxito en una competencia despiadada y el fracaso en una vergüenza inaceptable, o la ruptura entre cantidad y la calidad, que convierte todo en acumulación y confunde lo externo con lo superficial, o la ruptura entre la contemplación y cotidianeidad, que convierte la vida en un activismo desquiciado y la contemplación en un espiritualismo ingenuo.

Desde que Aristóteles concluyó que todo ser humano busca la felicidad, centenares de hombres y mujeres se han preguntado en qué consiste ser feliz. Sin desvalorizar la respuesta de nadie, quiero comentar en esta nota las investigaciones de Mihaly Csikszentmihalyi, estadounidense de origen húngaro, doctor en Psicología, que se ha dedicado a estudiar la naturaleza de la felicidad. De él, estas dos ideas que son un regalo para vivir bien.

Para ser más felices es necesario poner orden en el caos de la conciencia

Vivimos recibiendo millones de señales potenciales que solicitan nuestra atención en cada instante, pero tenemos la capacidad de controlar nuestra atención, y por tanto, controlar la conciencia para evitar la dispersión y focalizarnos en el horizonte, los objetivos y el orden que queremos dar a nuestra vida. La batalla por la felicidad es una batalla contra la entropía que desordena la conciencia. El estado opuesto a esa entropía es el de la experiencia óptima, que ocurre cuando la información que llega a la conciencia es congruente con las metas de la personalidad, y entonces la energía psíquica puede fluir sin ningún esfuerzo, dejar de ser un esfuerzo para ser una gratificación. Cuando alguien es capaz de organizar su conciencia para maximizar las situaciones de flujo, su calidad de vida mejorará invariablemente, porque incluso los asuntos rutinarios del trabajo o el hogar podrán adquirir un propósito y volverse fuentes de disfrute.

Para ser más felices hay que vivir experiencias autotélicas

En su raíz etimológica, la palabra autotélicas viene de los vocablos griegos αυτο y τέλος que significan, respectivamente, “en sí mismo” y “finalidad”. Una experiencia autotélica es aquella en la que la recompensa obtenida se deriva del mismo acto de realizar la actividad. Es decir, la atención de quien la experimenta se centra en la actividad en sí misma y no en sus posibles consecuencias. En una situación así, la energía psíquica trabaja para reforzar la personalidad en lugar de perderse en unas metas extrínsecas, y el resultado inmediato es una sensación de disfrute y realización. Por esto, las experiencias autotélicas no están motivadas por la presencia de factores exteriores, sino que responden prioritariamente a la disposición interna de la conciencia para evitar la ansiedad, poniendo orden en el caos de la mente, en el momento presente.

Le dijo que se dejara llevar por el viento que sopla donde quiere. Nada podría ser más radicalmente provocativo como espiritualidad para vivir.

El secreto consiste en forjarse una conciencia ordenada y una personalidad autotélica, aprendiendo a controlar la conciencia, a reconocer oportunidades para la acción, a mejorar las habilidades, aprender de la experiencia y a fijarse metas alcanzables. Quienes lo logran, tienen todo el potencial para vivir una vida llena de riqueza, intensidad y significado, viviendo momentos llenos de eternidad.

Cuando Nicodemo, en medio de la noche de su vida, acudió a consultar a Jesús para saber cómo cruzar sus finales y vivir sus continuidades, éste no le dijo que rezara para pedir señales, ni que perseverara o tuviera resignación, ni siquiera prudencia. Le dijo que se dejara llevar por el viento que sopla donde quiere. Nada podría ser más radicalmente provocativo como espiritualidad para vivir. Es una invitación a tener el coraje de imaginar un modo libre de vivir y encaminarse a él armado con nada, con nada más que la confianza en la eternidad de la vida y en la fecundidad, en cada momento, del soplo que la alienta.

¡Tengamos todos un feliz 2016!

Ana María Díaz

[1] En la mitología griega, Sísifo es conocido por su castigo: llevar una piedra hasta la cima de una montaña, la cual volvía a rodar hacia abajo, debiendo repetir una y otra vez el mismo proceso.


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