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El regalo del frío

Fabiana Fondevila

En el hemisferio sur, la noche del 20 de junio es la más larga del año, y marca la llegada del invierno. Acoger el frío como un regalo es parte del sabernos uno con la naturaleza y sus ciclos.


Ayer vivimos la noche más larga del año. El hecho puede haber pasado desapercibido -la diferencia, después de todo, fue de segundos o minutos-. Pero todos sentimos el arribo del frío, puntual, como novio que acude a una cita impostergable. Pocos festejaron, porque su llegada pone fin oficial a la dulzura veraniega y anuncia tiempos de dureza y rigor.

“El frío es una ausencia, la ausencia de calor, pero se siente como una presencia -una presencia vigorosa y hostilmente activa en el aire”, escribe John Updike en su ensayo titulado, justamente “The Cold” (El frío). Incluso en mi ciudad, Buenos Aires, donde los inviernos son templados y sin nieve, esa presencia atempera el ánimo pidiendo quietud, algo de silencio, desistir de los esfuerzos superfluos, envolvernos en algo suave y tomar cobijo.

Mucho tiempo atrás…

Los antiguos honraban este rito de pasaje con festejos y ceremonias. Los iroqueses, del noreste de Estados Unidos, acostumbraban acostarse temprano en la noche más larga, convencidos de que la Madre Noche reinaba sobre la Tierra y caminaba por los sueños de las personas para enviarles mensajes. Al alba, la tribu se reunía para intercambiar visiones. Los incas festejaban el Inti Raymi (Fiesta del sol): recibían los primeros rayos del solsticio de brazos abiertos, echando besos al astro rey. En la Patagonia, los mapuches celebran todavía hoy el We Tripantu, o Año Nuevo, una fiesta de purificación y agradecimiento por la vida que se renueva.

Para nuestros antepasados, el invierno fue una prueba de supervivencia. Y aunque hoy muchos contemos con hogares calefaccionados, transporte para movernos y ropa de abrigo (los que tenemos esa fortuna), la estación de los árboles pelados nos retrotrae a la vivencia de ese primer desamparo. El viento gélido se lleva las últimas hojas y con ellas, todo rastro de efervescencia y laissez faire. En los meses que siguen, deberemos procurarnos nuestro propio calor, cuidar de nuestra luz para poder atravesar un sinfín de noches frías sin perder el temple ni la fortaleza.

¿El regalo del frío?

¿Cuál puede ser, entonces, el motivo de festejo? Para el reino vegetal, está claro: las temperaturas bajas matan hongos y plagas (favoreciendo el crecimiento de plantas y frutales), inyectan dulzura en las manzanas y las frutillas (y otras frutas que llegan más tarde pero que solo maduran si cuentan con el interludio helado), y dan la señal de aura para que árboles y arbustos entren en su largo sueño estacional. La incubación de la nueva vida será bajo tierra, sin prisas ni estridencias.

Si le pertenecemos al sol y su tibieza, al brote y al retoño, al milagro de la flor, le pertenecemos también al viento, a la rama pelada, al frío.

¿Y cuál será su ofrenda para nosotros? ¿Llamarnos al descanso necesario tras los derroches gozosos del verano? ¿Incitarnos a dejar un rato el fragor del mundo y gestar sueños lentos, sutiles, al amparo de nuestra propia lumbre? ¿Invitarnos a confluir en torno de algún fuego, alguna hornalla, a intercambiar secretos y visiones? Si pudiéramos desconectar por un momento de las pantallas y de las luces, sentiríamos al susurro del invierno llamándonos, como llama a las semillas, a las hojas, a la savia que desciende, a los animales que cambian de pelaje, al pasto que frena su empuje y guarda fuerzas para los brotes que vendrán.

Habremos perdido el pulso de tantos ciclos vitales, los habremos desordenado con nuestras intervenciones inconscientes, pero no por eso dejamos de ser parte. De a poco, guiados por algunas voces certeras, vamos redescubriendo, al decir de la poeta Mary Oliver, “nuestro lugar en la familia de las cosas”. Los científicos hablan de biofilia -el amor por lo vivo que late hasta en el citadino más recalcitrante, y recurren a la biomimesis para aprender de la naturaleza a resolver problemas, aun aquellos que creamos por intentar torcer sus designios.

Aparecen nuevas disciplinas como la ecopsicología, que buscan reinsertar la psiquis humana en su entorno natural (de donde sólo se escindió en apariencia). Hay intentos exitosos de resalvajizar los ecosistemas: reponer especies de animales que en nuestra soberbia extirpamos (los lobos de los bosques, las ballenas de los mares), pensando que eran mejoras en el estado de cosas, tuneos sin consecuencias. Al restaurar esas piezas faltantes, comprobamos, los ambientes recuperan como por arte de magia su riqueza y vitalidad.

“Hablar de lo salvaje es hablar de lo íntegro. Los seres humanos emergieron de esa integridad”, dice el poeta y naturalista Gary Snyder. Al pretender extirpar de esa totalidad las partes que nos resultan incómodas, las que nos amenazan o nos interpelan, lo que queda es una realidad empobrecida, una novela rosa carente de verdad, emoción y perspectiva.

Si le pertenecemos al sol y su tibieza, al brote y al retoño, al milagro de la flor, le pertenecemos también al viento, a la rama pelada, al frío. Quizás sea esa la auténtica ofrenda del invierno: recordarnos que incluso regalos difíciles se reciben con el corazón abierto. Y se agradecen.

Fabiana Fondevila

Artículo publicado originalmente en La Nación digital.


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