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El verdadero Juicio

Hugo Mujica

El juicio sobre nuestra vida tiene lugar a cada instante: “Cada instante, cada acto, cada omisión es ya el juicio, el que juicio que cada vida es, el que la muerte lo hará final”.


Del evangelio de Mateo (25, 31-46)
Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver”. Los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?’. Y el Rey les responderá: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”. Luego dirá a los de su izquierda: “Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron”. Estos, a su vez, le preguntarán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?”.Y él les responderá: “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo”. Estos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna.

Hoy, en la fiesta de Cristo rey,
y al final de este año litúrgico,
la imagen ante la que nos pone el evangelio
es el del juicio final,
el juicio, al decir de San Juan de la Cruz,
donde seremos juzgados por el amor.

Hemos escuchado mucho hablar del juicio final,
de las nubes abriéndose y el hijo del hombre rodeado de miríadas de ángeles bajando a juzgarnos,
libro en mano, abriendo los sellos apocalípticos…

Así lo pintaron los grandes maestros;
un Leonardo en Roma, por ejemplo.
Y así, entre otros, lo hizo sonar un Mozart
con maravillosos sonidos de trompetas,
y todo dorado, mucho dorado, y todo oliendo a incienso…
mucho incienso…

Y ahora, en esta escena,
un cachetazo que nos despierta de tanto soñar.
Ahora, en este escena, todo es nimio, cotidiano, inaparente… decepcionante,
miserable.

Es como si uno se hubiera preparado todo un año para dar un examen de matemáticas,
y el profesor nos preguntara cuanto es dos más dos.

Ahora, en el juicio final, nada:
ni preguntas teológicas,
ni contaduría de asistencia a misa,
ni si somos juntados o casados, creyentes o ateos,
moros o judíos.

Nada sobre diezmos, nada sobre grupos parroquiales,
ni sobre novenas ni rosarios…
en verdad, casi nos sentimos engañados.

Resulta que éramos iguales a todos:
éramos humanos,
humanos como lo fue Jesús.

Solo una cosa, una insignificancia:
un vaso para la sed cualquier sediento,
un gesto compasivo hacia el necesitado.

Ni siquiera hacia mi semejante,
aquel que me refleja;
ni siquiera para el semejante sino para el diferente…
el cualquiera,

el que no suele vivir bajo un techo como vivo yo,
ni comer sobre una mesa, ni entrar donde entro yo;

el otro como otro,
ni siquiera otro con relación a mí.

Así aparece el criterio final,
así, sobre algo tan cotidiano que ni siquiera
los que lo hicieron sabían que se lo hacían a Dios.
Y no sabían, y ahora lo saben,
que tampoco a Dios le importaba que lo hagan por él,

porque a Dios lo que le importa es el otro,
a Dios en cada hombre le duele un hijo,
en cada uno tiene hambre y sed,
en cada pobre el pobre es Cristo,
en cada rechazado lo rechazan a él.

No sabían, no sabemos,
que es en cada acto donde nosotros mismos nos enjuiciamos,
elegimos, nos entregamos o nos replegamos.

En los evangelios hay otra única mención,
otra escenificación del juicio final,
esta vez concretada en lo individual:
es la escena en la que un rico es juzgado por negarle sus sobras a un pobre.

La escenografía es más trascendente, ya están en un más allá,
pero es igual de nimio su contenido:
aquí se trata de las sobras,
de la comida que tiramos,
o del pan que no compartimos.

Lázaro y el rico Epulón.
Lázaro espera las sobras,
y el rico no es que se las niega; es algo peor:
el rico ni ve al pobre,
no ve a Lázaro, no vemos al cartonero…

Tampoco aquí hay nada “religioso”,
nadie habla de preceptos: se habla de humanidad.
La vida, cada vida, es la vida de Dios,
cada pobre es un pobre Cristo.

Esta escena agrega un matiz, una radicalidad:
no hay no ver, no hay no saber…
hay omisión, omisión de lo más humano:
ver al otro, acercarme a él, dejarme elegir.

No hay no ver, siempre se mira.
No ver al otro,
al necesitado, a aquel en el que me necesita Dios,
no es no mirar: es mirarse a uno mismo,
es esa fijación con la propia vida que se llama perdición.

Somos cristianos para ver, ver lo que vio Jesús,
seguir mirando aquello que el vio,
lo que nadie miraba,
lo que sólo la compasión y la misericordia tienen ojos para ver.

Tanta pequeñez, paradójicamente,
implica una insoslayable radicalidad:
no hay excusas,
no hay no tener un vaso de agua,
una palabra de consuelo,
una visita de solidaridad, un abrazo de ternura.

Es decir: cada instante, cada acto,
cada omisión es ya el juicio,
el que juicio que cada vida es,
el que la muerte lo hará final.

El cielo, aprendamos, se compra con muy poco:
con lo que le falta al otro,
con lo que nos suele sobrar.

La enseñanza es clara:
no hay otro camino para ir hacia Dios que el camino por el cual Dios vino hacia nosotros:
la condición humana: la vida en su concreción,
en su encarnadura, en su carne en carne viva.

No hay otra motivación que nos lleve a Dios que el motivo
por el cual Dios vino a nosotros:
la necesidad de los demás, no la suya propia,
no su realización material o espiritual.

Una vez más, la necesidad del otro es lo que necesita Dios para salvarnos,
para sacarnos de nosotros mismos,
para entregarnos a los otros como entregó a Jesús.

Una vez más, el otro, su dolor,
su semejanza con Cristo crucificado,
es, está siendo, el juicio de Dios sobre mí.


Hugo Mujica estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología. Tiene publicados más de veinte libros y numerosas antologías personales editadas en quince países; alguno de sus libros han sido publicados en inglés, francés, italiano, griego, portugués, búlgaro y esloveno.

www.hugomujica.com.ar

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