En estos días de fiesta corremos el riesgo de perder de vista lo esencial: la celebración, que nace de mirar todo lo que nos rodea con asombro y gratitud.
Hay brindis, hay comida rica, hay encuentros y desencuentros. Siempre que las personas se juntan en ocasiones festivas, hay intención de divertirse, de compartir historias, de ponerse al día, de celebrar. Pero para sentir que celebramos, a veces enloquecemos un poco con los preparativos, como si apelando a los excesos aseguráramos el festín. Para estas fechas, es fácil confundirse y pensar que que una celebración depende de la cantidad o elaboración de la comida, de la cantidad de gente que acude a la cita, de cuán bien le estén yendo las cosas a los participantes. Lo que olvidamos en esos momentos es lo que verdaderamente significa celebrar.
Un rito es una acción que pone en escena, de manera simbólica, una intención, un pedido, una emoción, un pasaje; en otras palabras, corporiza en el mundo visible lo invisible.
Un rito es una acción que pone en escena, de manera simbólica, una intención, un pedido, una emoción, un pasaje; en otras palabras, corporiza en el mundo visible lo invisible.
Celebrar es participar de un rito. Un rito es una acción que pone en escena, de manera simbólica, una intención, un pedido, una emoción, un pasaje; en otras palabras, corporiza en el mundo visible lo invisible. Por su naturaleza, un rito nunca cumple un fin práctico. Tomemos como ejemplo tomar una copa de vino, bebida ritual si las hay. Podríamos tomar el vino como tomamos agua o una gaseosa, sin ningún gesto en especial. Pero no lo hacemos: alzamos la copa, nos buscamos las miradas, hacemos una pausa, pronunciamos alguna palabra a la altura del momento. Gracias a esa pausa plena de sentido, lo que llena nuestras copas no es solo alimento para el cuerpo, sino para el espíritu.
Recurrimos a los ritos cada vez que pasa algo importante en nuestras vidas que queremos o necesitamos honrar (señalándolo como significativo, separándolo de lo banal). En los ritos de celebración, lo que honramos es la alegría. No la felicidad de que todo esté saliendo bien, ni siquiera la esperanza de que el año que viene salga mejor; lo que celebramos es la alegría de estar juntos, de estar vivos, de tener algo (o mucho) que celebrar. Si hacemos pie en esa motivación, hasta los acontecimientos más nimios pueden convertirse en celebración: abrir los postigos para recibir la mañana, compartir una taza de té, recordar juntos a un ser querido, cocinar algo sencillo con alguien en mente, preparar nuestra casa para recibirnos unos a otros, como quien abre las puertas del corazón.
En estos días de fiesta, o en cualquier día del año, hay un par de ingredientes que dicen “celebración” más que cualquier banderín de colores.
En estos días de fiesta, o en cualquier día del año, hay un par de ingredientes que dicen “celebración” más que cualquier banderín de colores.
En estos días de fiesta, o en cualquier día del año, hay un par de ingredientes que dicen “celebración” más que cualquier banderín de colores. Uno es mirar con ojos de asombro. Ver con mirada fresca, despabilada, aquello que nos acompaña cada día. Recordar que –así como la vida en el planeta- la conjunción de circunstancias que tuvieron que sucederse para que cada uno de nosotros esté aquí hoy, disfrutando de un nuevo día en esta esfera verde-azul que gira en el universo, es lo más parecido a un milagro que conocemos. Asombrarnos por los que ya pasaron por aquí y nos dejaron en herencia sus dichas y sus añoranzas. Asombrarnos por los que vendrán, cuyas vidas dependen de algún modo de lo que hagamos con las propias, pero que a la vez traerán lo nuevo (si cerramos los ojos, lo intuimos). Asombrarnos.
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