Los ciclos de la naturaleza nos recuerdan una verdad fundamental: todo cambia, nada permanece para siempre. Aceptar y abrazar esta realidad es clave para nuestra paz interior.

Fotografía de Miriam Pösz
Y un buen día, el zorzal madruga más que nadie y estrena su canto de primavera. No necesita calendarios; el mundo le anunció la llegada del solsticio hace rato. Las yemas de los árboles ya despuntan las primeras hojas. Las flores del diente de león alumbran como soles en cada esquina. Las ranas despiertan. Los nísperos maduran. Las torcazas aprontan sus nidos. El aire vuelve a pertenecerle al jazmín.
El llamado de la primavera es irresistible. Pasó el frío, pasó la oscuridad –parece decir–, la Tierra gira, seguimos vivos y el corazón se despereza. Aun con el país sumido en su enésima zozobra, la savia susurra su dulce aliento.
En esta eclosión de pujanza y vitalidad, es fácil olvidarnos de algo, un dato tan sencillo como incómodo: ni la más mínima parte de este renacer podría estar ocurriendo de no haber hecho el invierno, a tiempo y sin reparos, su trabajo impecable.
La impermanencia es un principio de la armonía. Cuando no luchamos contra ella, estamos en armonía con la realidad.
—Pema Chödrön
No nos gusta pensar en este aspecto de la vida. Amamos los nacimientos, los despertares, los floreceres de todo tipo. Abominamos los declives, los ocasos, los cierres de telón. Vemos a la muerte como un fracaso, una injusticia, casi una indignidad. Creamos conjuros para alejarla, distracciones para no pensarla, estrategias para derrotarla, como si, de ponernos todos de acuerdo, pudiésemos borrarla de la faz de la tierra, como hicimos con tantos predadores. No solo por miedo o angustia existencial; también porque pensamos que combatir a la muerte es celebrar la vida. “No entres dócilmente en esa buena noche, –exhortaba el poeta británico Dylan Thomas, a mitad del siglo XX–. Que al final del día debería la vejez arder y delirar; / Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz”.
No hallaremos reflejos de este sentir en las tradiciones de sabiduría de Oriente. El budismo, el hinduismo y el jainismo se erigen sobre la idea de la impermanencia (palabra que, curiosamente, no recibe todavía el aval de la RAE, que en cambio supo hacer lugar para el término papichulo). El budismo considera al concepto de anicca (“impermanencia”, em pali), una de las tres marcas fundantes de la experiencia, junto con la vivencia de dukkha (el sufrimiento, o dolor) y anatta (no-yo; la idea de que no existe un Yo permanente en cada individuo).
Para esta tradición de más de dos milenios, es una verdad esencial que todos los sucesos, físicos y mentales, emergen, se despliegan y desaparecen. Las prácticas contemplativas son instrumentos creados, en parte, para poder observar ese devenir, a la vez que recalamos en aquello que permanece constante por detrás de todo cambio: la conciencia.
No es la impermanencia la que nos hace sufrir. Lo que nos hace sufrir es querer que las cosas sean permanentes, cuando no lo son.
—Thich Nhat Hanh
Reflexiones:-
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Claudia Murphy dice:
27 octubre, 2020a las19:51Lindisima la reflexion sobre las etapas de la vida…., gracias!!!
carmen dice:
25 noviembre, 2018a las19:23Hermoso!!! lo que acabo de leer!! Muchas gracias Fabiana por todo lo que ofreces!¡
Francisco Hector Sanchez dice:
15 noviembre, 2018a las14:54Hola Hermosa Fabiana. Buen dia!
En forma bella, poetica, realista haz tocado uno de los temas trascendentes de nuestra existencia, la Impermanencia, la cual me permite seguir madurando concientemente, este concepto central para trasladarlo a mi cotidianeidad y vivir a partir de ello.
Tu escrito lo estoy socializando.
Muchas gracias!
Abrazo fuerte!
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