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La naturaleza, nuestro viejo hogar

Fabiana Fondevila

Un artículo que nos invita a revincularnos con la naturaleza, y que nos plantea un desafío: ¿Podemos hacernos de más naturaleza, aquí y ahora? ¿Podemos reconocerla en nosotros mismos?


naturaleza-hogarNuestros antepasados se supieron parte del gran ecosistema de seres alados, acuáticos y terrestres, de las plantas, las piedras, los astros en el cielo y la tierra bajo los pies. Pero con el avance de la civilización, esa certeza se fue perdiendo. Y si bien los logros del ser humano fueron muchos, el costo de esa escisión nos pesa todavía.

¡Qué distinto es habitar el mundo como quien camina por su propia casa!

Por un lado, la ilusión de ser algo separado y distinto del resto del universo ha puesto en serio peligro la salud y hasta la supervivencia del planeta, y ha hecho estragos en innumerables especies animales y vegetales. Pero hay además otra consecuencia menos vista e igual de dañina: esta división ha perturbado nuestra identidad, aislándonos de nuestra más antigua fuente de seguridad y de poder. Pensarnos aislados de la gran familia de seres sintientes nos ha sumido en una soledad existencial de la que pocos se percatan, al menos hasta que dan los primeros pasos para repararla.

Una vez, tras dar un taller de re-vinculación con los pájaros, una mujer se me acercó y dijo, los ojos llenos de emoción, “Y pensar que uno creía que estaba solo…” ¡No podría yo haber recibido una devolución mejor! Ese es, precisamente, el primer síntoma de que estamos volviendo a tejernos en la trama. ¡Qué distinto es habitar el mundo como quien camina por su propia casa! Si el camino espiritual es un intento de volvernos íntegros, completos y verdaderos, el reavivar nuestro antiguo lazo con la tierra es un gran y gozoso empujón en esa dirección.

Aún los que crecimos en ciudades y no nos asomamos al verde más que en alguna plaza lo sentimos: esa sutil alegría que se instala cuando desaparecen techo y paredes, el viento sopla y el espacio se vuelve generoso. Si en medio del cemento nuestro punto de gravedad se instala entre las orejas (entre los pensamientos, las ideas, los juicios, los recuerdos), apenas nos tiramos al pasto perdemos la vista en las estrellas, sentimos el aroma de una planta o nos disponemos a acariciar un animal, inmediatamente ese centro desciende, como en tobogán, hasta el corazón. Podemos ni saber qué está ocurriendo, pero algo muy profundo en nuestro interior se distiende.

Esto es así, no importa cuán desconectados nos hallemos, porque nuestra esencia reconoce sin palabras ese lugar del cual todos provenimos y que sigue siendo cuerpo de nuestro cuerpo. Bien lo dice la poeta Joy Harjo: “Recuerda la tierra cuya piel eres…” En ese reencuentro pasan varias cosas: por un lado, como ya dijimos, se quiebra la ilusión de estar solos en el planeta, solos en nuestro cuerpo, solos en un mundo ancho y hostil. La anchura se achica con la exploración y el descubrimiento y la hostilidad cae cual máscara ante un corazón abierto.

Por otro lado, se despierta en nosotros un alma salvaje que no sabíamos que teníamos. Esa alma tiene recuerdos propios: si pensamos hacia atrás, o mejor aún, si invitamos al cuerpo a recordar, seguramente aparecerá una instancia de bendita inmersión en algún paisaje natural. Quizás en un viaje infantil a la montaña, al mar, al bosque. O algo más modesto pero igual de poderoso: esa vez que trepamos un árbol y miramos la vida desde su perspectiva, aquella noche estrellada que nos robó el aliento, la visión de un río echando chispas bajo la luna.

Hemos nacido de este vientre y en él viviremos hasta nuestro último aliento. Que la historia que nos une sea de amor.

Puede parecer que estas vivencias están enterradas bajo años de olvido, pero no hace falta más que desempolvarlas un poco para que reviva esa alegría única de dejar ser al animal que somos. ¿Por qué no volver a trepar un árbol? ¿Cuánto hace que no miramos las estrellas? ¿Y si hoy (o apenas podamos) hacemos una cita indeclinable con el río? Ese animal que nos habita sabe regocijarse con placeres simples y necesarios: el olor de pasto, la textura del barro, la frescura del agua, la caricia del sol. ¡El mundo es una fiesta para los sentidos y es nuestra naturaleza amarlo! Cuando ese amor languidece, algo en nosotros se apaga. Dijo el psicólogo junguiano James Hillman: “Hemos perdido la reacción del corazón a lo que nos traen los sentidos”. No esperemos un minuto más para recuperarla: eso que nos llega por los ojos, los oídos, el tacto, el gusto, la piel… ¡que siga camino a su verdadero destino y nos encienda de pies a cabeza!

Hemos nacido de este vientre y en él viviremos hasta nuestro último aliento. Que la historia que nos une sea de amor.

He aquí algunas sencillas prácticas para desandar el corto camino a casa:

– El mundo de las plantas silvestres es infinito y fascinante. Para no marearse, conviene empezar por investigar cinco plantas, las que más fácilmente se encuentren en nuestro entorno. El diente de león, por ejemplo, es un ciudadano del mundo que vive y prospera por donde uno mire, no podrán dejar de topárselo. Averigüen en libros o internet acerca de sus muchas propiedades medicinales y nutricionales. Aprendan a incorporar sus hojas en ensaladas o platos calientes, usen las flores para galletitas o budines, o como enjuague para hacer baño depurativo para la piel, las raíces tostadas para hacer un sanísimo sustituto del café. Los más osados pueden probar de elaborar el famoso “vino del estío” al que rindió tributo Ray Bradbury en el libro homónimo; un licor que se hace con las flores de diente de león y atrapa la dulzura del verano para los meses fríos. No importa qué plantas exploren, intenten sobre todo estar cerca y establecer un vínculo con ellas. Y siempre, sobre todas las cosas, no olviden darles las gracias por todos sus regalos.

– Los pájaros, esos constantes compañeros, no son, como podría pensarse, criaturas que andan por ahí azarosamente y nunca se posan dos veces en el mismo lugar. Muy por el contrario. Al tratarse de criaturas territoriales, suelen moverse en un círculo pequeño, de unos veinte o treinta metros a la redonda. Por lo tanto, he aquí la noticia: ¡los pájaros que ves a diario son tus vecinos! Les propongo que los estudien, observen y conozcan. Para esto, una buena práctica es sentarse diez minutos todos los días, si es posible a la misma hora y en el mismo lugar, a observar las actividades de los pájaros del jardín, balcón o plaza. Una vez que identificamos de qué pájaros se trata, podemos informarnos acerca de sus hábitos y predilecciones: qué comen y cuándo, dónde duermen, cuántas clases de sonidos emiten y qué significan. Una pista: hay cinco tipos de sonidos que se repiten en todas las especies: el canto, el grito de alarma, el de pelea, el llamado a los compañeros y el pedido de alimentación juvenil, que se escucha a comienzos de la primavera. Ahora, procuren identificar cómo son esos sonidos en sus pájaros vecinos. La rutina diaria de un pájaro tampoco es azarosa: sigue un ritmo marcado que podemos aprender a reconocer. Y entonces podremos también saber cuándo algo difiere de la norma y revela algún suceso especial: un nuevo depredador en la zona, alguien que tuvo cría o dos machos que andan disputándose una hembra. Como dice Jon Young, experto en el “lenguaje profundo” de las aves, se hace posible entonces “salir al jardín a escuchar las noticias del día”. Qué distinto de amanecer con el noticiero, ¿no?

– Hay un elemento de la naturaleza que está siempre presente, con solo mirar hacia arriba: las nubes. Si uno no les presta atención, podrían parecer elementos inertes o inconsecuentes, pero lo cierto es que nos afectan en más de un sentido. Por supuesto, antes que nada el climático. Pero también porque modulan la luz y, con ella, aun sin saberlo, nuestras emociones. Piensen qué distinto es un día despejado con nubes algodonosas (cumulus) esparcidas como ovejas sobre un campo azul, de esa capa gris que cubre el cielo por completo (stratus), fijando un techo que parece a centímetros de nuestras cabezas, del gigante plomizo que escupe rayos con furia de titán (cumulunimbus). Las nubes no están únicamente allá lejos, colgadas del cielo; son parte también de nuestro microclima. Aprender a mirarlas, admirarlas y seguirles el rastro puede ser una actividad apasionante y un motivo más para salir de casa y respirar. Gavin Pretor-Pinney, fundador de la Sociedad de Aprecio de las Nubes, se pregunta qué es un atardecer sin nubes, y responde, lacónicamente: “Una esfera cruzando una raya…” Les recomiendo escuchar su charla TED, que no tiene desperdicio:

No alcanza sumergirnos en la naturaleza unos días en las vacaciones: necesitamos dosis regulares y frecuentes, como sea que podamos conseguirlas. ¿Cómo pueden hacerse de más naturaleza, ahí mismo dónde están? Y, más importante aún, ¿dónde reconocen la naturaleza en sus propios cuerpos, almas, corazones?

Fabiana Fondevila


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