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Monacato interiorizado: una experiencia común

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Jose Chamorro

Todos anhelamos darle unidad a nuestra vida, por sentirnos divididos y reclamados por múltiples cosas. La palabra “monje” proviene de “monós” (“uno”, “único”), y alude a la unidad de la persona consigo mismo, con los demás seres y con Dios.


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Detalle de “Strangers at night”, óleo de Leonid Afremov

Paul Eudokimov, teólogo ruso, se refirió con la expresión monacato interiorizado (1) al deseo que subyace en la profundidad humana y que persigue una unificación a tres bandas, esto es, unificación con Dios, con uno mismo, con los demás y el mundo que nos rodea. En el fondo no es más que otro modo de hablar de la repercusión de lo que desde siempre se ha conocido en el contexto cristiano como divinización o cristificación (2), esa experiencia continuada e inconfundible en la que el ser humano comprende que solamente llega a ser él mismo en plenitud cuando, en la visión de Dios, se hace uno con Él (theiosis). Es en ese instante cuando se refleja en el ser humano la gloria de Dios y le hace vivo (3), ya que, como dijera Karl Ranher, el hombre no es más que la autoexpresión de Dios saliendo de sí mismo (4). Esta fue una tarea que, tiempo atrás, se hizo exclusiva de unos pocos pero que, sin embargo, tiene mucho más que ver con un camino que es común a todas las personas, ya que lo que persigue en última instancia, es una humanización indispensable para cada uno.

No tiene que ver con retirarse a ningún desierto, ya que el ser humano que vive en la ciudad tiene que lograr el encuentro profundo y auténtico consigo mismo, con los demás y con Dios en el escenario en el que discurre su propia existencia.

Monachos procede de “monos”, es decir, “uno”o “único” en griego y, por otro lado, monje o monja es aquella persona que está unificada en el triple sentido al que aludíamos. Pero entonces ¿qué es lo que ocurre para que dicha unificación no sea una realidad? Lo que sucede es que para que pueda darse esta triple interconexión se hace necesario un doble movimiento en el interior de la persona. Para que aquello tenga lugar es necesario transitar la polaridad presencia-distancia, es decir, que para que uno pueda estar “unido” (unificado) es necesario que al mismo tiempo sepa estar “apartado”. Aquí es donde reside la dificultad pues las personas tenemos tendencia a estar en uno u otro lado, pues no somos del todo capaces de mantener la tensión que ambos movimientos generan en nosotros. Nos apegamos o nos retiramos de nosotros y también de los demás, al igual que sucede con el medio natural y, en última instancia, con Dios.

El monacato interiorizado viene a ser una tendencia natural dentro de toda persona, un estar pleno y un ser completo. No tiene que ver con retirarse a ningún desierto o lugar privilegiado concreto ya que el ser humano que vive en la ciudad, en última instancia, tiene que lograr el encuentro profundo y auténtico consigo mismo, con los demás y con Dios en el escenario en el que discurre su propia existencia. Ese es el espacio en donde acontece su propia donación, donde la persona se entrega y se reserva, contacta con otros o se retira consigo misma. Nuestro espacio vital debe ser para nosotros el lugar en donde pueda culminarse la aspiración profunda que pueda trascender definitivamente aquellos deseos que permanentemente nos dejan a medias, que parecen saciarse en algún momento pero que luego aparecen disfrazados de otro modo, ya que nunca pierden la voracidad que le es tan característica.

Solo una actitud radical de ofrenda es la que posibilitará que nuestro modus vivendi sea transparente y que pueda estar en comunión auténtica con los demás, pues solo aquel que mantiene la tensión de la paradoja (unirse/apartarse) puede ocupar el lugar oportuno en la relación triunitaria de unión-realización. Esa actitud de donación arranca de la experiencia de un vacío radical que sostiene la propia identidad y que es capaz de no aferrarse ni a lo de dentro ni a lo de fuera, que es capaz de acoger sin atrapar, de recibir sin poseer, de soltar sin desplazar. Un vacío que posibilita la experiencia de la contemplación mediante la cual el ser humano participa de Dios o, como diría Orígenes, es divinizado mediante aquello que contempla (5). Una contemplación que, por otro lado y parafraseando a Gregorio de Nisa, tiene lugar cuando el alma dirigiendo su mirada a Dios nunca deja de añorarlo. Es este mismo anhelo el que se convierte en el lugar en el que el alma tiene experiencia de Dios.

Solo considerando este monacato interiorizado desde nuestro día a día, desde nuestra cotidianiedad y nuestro lugar de realización lograremos alcanzar lo que dijo desde su fe, en el siglo XIX, el monje San Serafín de Sarov: encuentra la paz y miles de personas a tu alrededor se salvarán. Esta es una manera de mostrar y comprender que realmente se puede lograr la realización personal y espiritual que, por otro lado, es tan necesaria para que pueda darse una posterior plenitud en lo social y en lo ecológico en la medida en que recreamos la Vida en todo su conjunto.

Jose Chamorro

Publicado originalmente en LA TREGUA, Nº 9, Revista Cultural Anual, 2015.

Notas:
(1) Cf. PAUL EUDOKIMOV, El amor loco de Dios, Narcea, Madrid 1990, 68. Volver arriba
(2) Cf. Efesios 4, 12-13. Volver arriba
(3) GRÜN, A. La mística, Santander 2012, 39. Volver arriba
(4) RAHNER, K. Dios, amor que desciende. Sal Terrae, Santander 2011, 28. Volver arriba
(5) GRÜN, A. La mística, Santander 2012, 41. Volver arriba


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