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Palabra hecha vida

hugo-100x78La palabra, para que sea verdad, para que transmita vida, ha de ser coherente. La palabra tiene el poder de convocar, de reunir; pero ante todo, debe “reunir nuestras palabras con nuestros actos, nuestra vida con nuestra fe, nuestros sentimientos con los de la misericordia de Dios”. Solo así la palabra se hace carne en nosotros.


palabra hecha vida

Del evangelio de Marcos (6, 30-34)
Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les dijo: “Vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco”. Porque era tanta la gente que iba y venía, que no tenían tiempo ni para comer. Entonces se fueron solos en la barca a un lugar desierto. Al verlos partir, muchos los reconocieron, y de todas las ciudades acudieron por tierra a aquel lugar y llegaron antes que ellos. Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato.

“Dijo Dios: haya luz, y hubo luz”.
Lo primero de Dios fue decir, fue su palabra;
por eso mismo, la exhortación que recorre de boca en boca a los profetas es:
“escucha Israel a tu Dios”.
Y, sabemos, Jesús fue y es la palabra hecha carne,
la carne expresando, siendo vida y gesto de Dios.

No somos orientales:
la palabra, y no el silencio, es el legado tanto cultural como religioso
de la tradición judeocristiana.

Dirigir la palabra a otro es el acto inicial de humanidad:
es darse a conocer, exponerse,
y a la vez,
es tener al otro en cuenta, reconocerlo: confiarse.

Si hablar es reconocerlo,
escuchar al otro es el primer gesto de la justicia,
es cederle el lugar: acoger su revelación.

Solo el poder o la locura, o la locura del poder,
prescinden del diálogo, hablan para sí.
Buscan la confirmación y no la transformación.

La palabra, el diálogo,
genera el nosotros de la comprensión,
el nosotros de la comunidad,
el nosotros donde se comprende la verdad.

También hoy,
como en los tiempos que nos cuenta el evangelio,
la muchedumbre aparece dispersa, atomizada, enfrentada.

Desorientada, atomizada…
Aparece como un peregrinar sin meta,
como un éxodo sin promesa,
como un rebaño sin pastor;
sin una palabra significante que la reúna,
sin un sentido único que le dé figura,
que la configure comunidad,
que nos congregue hermandad.

Esa es nuestra carencia, y esa misma nuestra riqueza:
la de haber desacreditado todo monólogo,
todo discurso único que quiera erigirse en respuesta exclusiva,
que quiera monopolizar la verdad.

La riqueza de haber desacreditado
cualquier discurso que no comience por escuchar,
que no tenga en cuenta la singularidad de cada uno,
la pluralidad de todos,
la verdad del nosotros.

Cualquier monólogo es fascismo o locura,
sea histórico o cultural,
sea político o eclesial.

En este momento el evangelio se vuelve a cumplir:
Jesús vuelve a enseñar, a decir su palabra.

Ahora, en este momento, cada uno de nosotros debe volver a optar:
cumplir con el precepto dominical,
comentar si el celebrante habla bien o mal,
mirar quién está o no está, o dejarse transformar:

dejar que la palabra se encarne en uno,
que la compasión de Jesús hacia todo hombre llegue a ser nuestro sentir,
llegue a mover nuestro obrar.

Ante Jesús siempre hay un rebaño que no está suficientemente reunido;
ante él, no hay todavía un solo rebaño y un solo pastor.
Por eso hoy se sigue predicando,
por eso hoy vuelve a sentir compasión.

Pero Jesús no responde como respondemos nosotros:
no culpa, no se defiende, no acusa: no divide aún más.

Jesús responde con su compasión,
responde con su palabra: enseña y enseña para reunir,
habla para congregar.

Nos enseña enviándonos a enseñar:
haciéndonos portadores de la palabra que congrega,
mensajeros de un Dios que se acerca a nosotros
reuniéndonos entre nosotros,
unificándonos.

Hoy las enseñanzas de la iglesia son unas entre muchas,
esencial para nosotros, pero igual a otras para los demás.

Ese es el límite de la iglesia en nuestro tiempo,
esa la gracia que Dios nos da: la de que no basten las palabras,
que ya no sea suficiente con enseñar, con repetir, con dogmatizar.

Hoy enseña más la acción que la palabra, la vida más que la teoría;
convence más un acto que su explicación.
Es tiempo de mostrar más que de demostrar:
es tiempo de encarnación.

Hoy como en el momento mismo en que Dios se hizo hombre,
la palabra se encarna o no es vida, es vida o no es verdad.

Hoy, aquí, entre nosotros,
la palabra debe volver a reunir lo más cercano a nosotros mismos:
reunir nuestras palabras con nuestros actos,
nuestra vida con nuestra fe,
nuestros sentimientos con los de la misericordia de Dios.


Hugo Mujica estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología. Tiene publicados más de veinte libros y numerosas antologías personales editadas en quince países; alguno de sus libros han sido publicados en inglés, francés, italiano, griego, portugués, búlgaro y esloveno.

www.hugomujica.com.ar


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