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Recibir la noche oscura

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En el hemisferio sur, hoy es el solsticio de invierno. A partir de hoy -la noche más larga- las temperaturas bajan, el paisaje cambia… Fabiana Fondevila nos invita a redescubrirnos como parte del paisaje, y sabernos tan sujetos a lo que trae cada estación como cualquier otro ser vivo del planeta. Respondamos al llamado del invierno.


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Fotografía de Miriam Pösz

Llega el frío, llega la reclusión, llega la noche oscura. Intelectualmente, quizás sepamos que a partir de hoy -la noche más larga- los días lentamente vuelven a alargarse. Pero en lo inmediato, la vivencia es otra. La temperatura seguirá bajando, hasta ser, por momentos, gélida, los árboles se despojarán de las hojas que les quedan, el paisaje cambiará, invitará a pasar más tiempo adentro, hibernando.

En las ciudades, salvo para aquellos que padecen el frío por sus trabajos o condiciones de vida, es fácil saltearse este rito de pasaje y seguir de largo, como si nada de importancia estuviera ocurriendo. Después de todo, la vida moderna está armada para que así sea: casas calefaccionadas, autos y transporte público, luz artificial en cada calle, ropa antitérmica y abrigo.

Pero ocurre que, aun con toda esta infraestructura, no logramos desentendernos del todo de la matriz que nos creó y nos sigue rondando a cada paso. No fue intrascendente, para nuestros antepasados, la llegada del invierno. Así como otros animales hibernaban o migraban, los primeros seres humanos migraron también, lucharon para resguardarse del frío, descubrieron el fuego y supieron dominarlo, fueron capaces- al fin- de echar luz en la noche oscura. Pero no dejaron de atravesarla, ni de honrarla como parte indivisible de la vida del planeta y de su propia existencia.

¿Es un regalo el frío? ¿Podrá serlo?

En el reino vegetal, no caben dudas: sabemos que las temperaturas bajas favorecen el crecimiento de plantas y frutales, nos dan la dulzura de las manzanas, de los frutos rojos (e incluso de otras frutas que llegan más tarde pero que no maduran sin mediar esos meses gélidos), que árboles y arbustos necesitan la alerta del frío para entrar en hibernación y que solo emergen del largo sueño una vez transcurrido suficiente tiempo a temperaturas suficientemente bajas.

¿Y nosotros? ¿Será que necesitamos, también, un descanso de la sensual euforia veraniega? ¿Será que sentimos, también, el impulso de replegarnos, guardar energías, soltar nuestros cansancios y generar calor con el alimento que comemos y nuestro propio fuego interno?

Si podemos desconectar por un momento de las pantallas y las luces artificiales, sentiremos que la voz tenue del invierno nos llama también, como llama a las semillas, a las hojas, a la savia que desciende, a los animales que cambian de color y refuerzan su pelaje, al pasto que demora su crecimiento y guarda fuerzas para la primavera.

Vivir el frío a conciencia nos hace más proclives a agradecer con emoción genuina esa taza de té caliente, esa hornalla que se prende con el chasquido de un fósforo, ese abrazo. De hecho, quizás no haya otra época del año que nos invite tan poderosamente a dar gracias.

Habremos perdido la brújula de muchos pasajes naturales, habremos desordenado los ciclos con nuestras intervenciones inconscientes, pero no por eso dejamos de ser parte. De a poco, guiados por algunas voces certeras, vamos redescubriendo el antiguo vecindario, la vieja y olvidada familia. Los científicos hablan por primera vez de “biofilia” -el amor por lo vivo- y recurren al término “biomimética” para dar cuenta de que cómo la naturaleza puede, todavía, enseñarnos a resolver nuestros problemas, aun aquellos que creamos por herirla y torcer sus designios.

Aparecen nuevas disciplinas como la ecopsicología, que busca reinsertar la psiquis humana en su entorno natural, del cual nunca se escindió más que en apariencia. Se habla de la “resalvajización” de los ecosistemas, en la que se reponen especies originarias que en nuestra soberbia extirpamos (los lobos de las bosques, las ballenas de los mares), pensando que no haría diferencia, que era una mejora en el estado de cosas.

Queda una frontera, aun por conquistar. “Resalvajizarnos” a nosotros mismos. Redescubrirnos como parte del paisaje, sabernos tan sujetos a las mareas, los soles y las lunas como cualquier otro integrante del planeta.

“En lo salvaje está la preservación del planeta”, escribió el filósofo y poeta Henry David Thoreau. Suele citarse en forma errónea el comienzo de la frase, y mal traducirse, como “En la naturaleza salvaje está…”. Pero no es eso lo que dijo el gran naturalista –como señala la autora Mary Reynolds Thompson-. Lo que dijo, lo que quiso señalar, es tanto más profundo y atinado: hablaba de lo salvaje que nos habita, de esa chispa del fuego original que se rehúsa a apagarse, adormecerse o domesticarse.

“Salvaje” no significa aquí (como se entiende en su acepción vulgar) violento y desalmado. Significa vivo, indómito, núcleo vibrante de una trama que antecede cualquier invento. Visto de este modo, “salvaje” es en realidad una cualidad del alma. Y aunque hoy apenas la conozcamos, el hecho es que esta cualidad convive en armonía con otros cometidos, profundamente humanos,que nos convocan también por esta época del año: cobijar, reforzar los esfuerzos por abrigar a quienes pasan frío, buscar nuevas formas creativas de ser refugio, y hasta tender puentes con otros reinos, ofreciendo semillas en el balcón para ayudar a los pájaros a resistir los meses fríos.

“Salvaje” no significa obviar las bendiciones que supimos conseguir. Por el contrario: vivir el frío a conciencia nos hace más proclives a agradecer con emoción genuina esa taza de té caliente, esa hornalla que se prende con el chasquido de un fósforo, ese abrazo. De hecho, quizás no haya otra época del año que nos invite tan poderosamente a dar gracias.

Pero nada reemplaza el desafío de atravesar la noche oscura. Habrá que mirar las estrellas cara a cara, echando humo por la boca como un leve volcán, hasta sentirlo recalar en los propios huesos. Solo así honraremos el llamado del invierno, ese antiguo y certero animal.

Fabiana Fondevila

Una forma sutil pero sorprendentemente poderosa de honrar el solsticio es, simplemente, demorar un tiempo el encendido de las luces. Dejar que la oscuridad nos vaya envolviendo de a poco, encender una vela, mirar por las ventanas las siluetas de los árboles, que empiezan a revelarse…
¡Feliz solsticio, feliz invierno para todos!
F.F.


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