Blog

Reinar sirviendo

Hugo Mujica

Jesús reinó desde la fragilidad de la carne, desde el riesgo de la cercanía, atestiguando que el verdadero poder es el servicio.


Del Evangelio de Lucas (23, 35-43)
El pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: “Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!”. También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: “Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!”. Sobre su cabeza había una inscripción: “Este es el rey de los judíos”. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro lo increpaba, diciéndole: “¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino”. Él le respondió: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Hoy celebramos a Jesús como Rey del universo,
paradójico y extraño título
para quien murió en una cruz;
un rey cuya corona fue de espinas.

Hoy lo proclamamos Rey de la creación,
Rey y Señor de todo lo creado.

Pero la pregunta, la que nos involucra, es:
¿Cuál es el camino que llevó a Jesús a ese reinado?
¿Cuál es el camino que nos trazó?
Humanamente hablando,
tan humanamente como humano fue Jesús,
el camino fue el fracaso.

Divinamente hablando,
tan divinamente como divino fue Jesús,
el camino no fue ascendiendo sino descendiendo,
el camino no fue revistiéndose de púrpura
sino desnudándose de sí:

el camino fue el despojo, su kénosis,
su no aferrarse a su propia divinidad,
su vaciamiento, su despojarse de todo poder.

Jesús no fue Dios a la manera del dios esperado,
tampoco un rey a la manera de los reyes:
no lo hizo desde las inaccesibles alturas celestiales,
ni reinó desde la fría distancia de los poderosos de la tierra:
reinó desde la fragilidad de la carne,

reinó desde la exposición y el riesgo de la cercanía,
desde la vulnerabilidad de quien pone el cuerpo,
de quien se deja tocar.

Jesús, nuestro rey,
no nace ni en un palacio ni en una clínica privada;
nace en un pesebre,
nace fuera de la sociedad religiosa y política de su época,
nace sin tener un lugar:
como un sin techo,
como un excluido más de los que duermen en algún umbral.

“¿Puede algo bueno venir de Nazaret?”
pregunta Natanael.
Distante pero no distinto, nos preguntaríamos hoy
si algo bueno puede venir de un indocumentado,
de un villero,
de quien no tiene nuestro color,
quien no vive en nuestro barrio
o de quien no es cristiano como nosotros decimos ser.

Jesús no abandonó Nazaret, esa tierra desprestigiada,
-ese conurbano de entonces-
más que una sola vez; lo hizo para ir a tierras paganas,
donde supo de la comprensión que no había recibido
entre los suyos. Pero no se quedó allí:

volvió para pagar el precio de no ser profeta
en su propia tierra, volvió para consolar, para sanar:
volvió por compasión, no por interés.

Jesús ni siquiera fue a Jerusalén para discutir sus planes con los poderosos,
como le aconsejaba hasta su propia familia;
ellos, los funcionarios del poder político y religioso,
distribuían los cargos, impartían las enseñanzas,
legislaban para los demás:
dominaban sobre los ellos.

Humanamente hablando, hubiese sido estratégico ir allí,
allí, en los lobies de la política, los del poder,
allí donde se cambia el sacrificio por la negociación,
la denuncia por la complicidad,
la verdad y el bien común por el propio interés…
allí donde tanto hacemos por llegar a estar.
allí donde la iglesia no debería estar jamás.

Una sola vez estuvo en el ámbito castrense,
estuvo entre soldados,
pero ni bendiciendo las armas
ni avalando sus instituciones,
fue llevado: no invitado; escupido, no honrado.

Una sola vez entró en la casa del gobernador,
pero no fue para sentarse a su mesa,
ni para ser besado en la mano,
no fue siquiera a defenderse;
fue a salvarnos padeciendo,
fue como acusado, no como invitado,
salió condenado, no condecorado.

Tampoco apeló a la justicia,
entonces, como suele ser ahora,
no había justicia para un pobre cristo,
sólo había justicia para justificar el poder.

Su forma de reinar, final y consecuentemente,
se sella y corrobora en la cruz,
en el patíbulo de los criminales de entonces,
y allí, sobre su corona de espinas,
había un cartel que en tres idiomas lo proclamaba rey.

Libre se sentaba entre pecadores y marginados;
crucificado, muere entre ellos y, en su gesto final,
es a un ladrón a quien acoge como primer huésped
de su resurrección,
como primer habitante de ese reino que inaugura allí,
en la cruz, allí, en la entrega de sí.

Así se cumplió el peregrinaje de Jesús,
la misión que se enmarcó entre dos tentaciones
de usar el poder para su propia realización,
la misión que se extendió desde el desierto
donde fue tentado con las palabras de satanás:
“te haré rey sobre todas las naciones”,

hasta la tentación final en la misma cruz:
“si eres rey, sálvate a ti mismo y baja de la cruz”:
la tentación de un reinado sin cruz,
de un amor sin sacrificio,
la de un Dios sin humanidad.

Tal fue su marcha hacia su coronación,
y así, en lo más inaparente, aparece Dios,
su presencia y su reino de compasión.

Y así, yendo hacia cada pobre cristo como él,
nos invita a entrar en su reino,
el del último lugar en el banquete de este mundo,

nos invita a reinar sirviendo, como reinó él,
despojándonos de todo poder, como se despojó él.


Te invitamos a compartir tus reflexiones: