En la vida hay experiencias que trascienden nuestro “yo” limitado y finito; por un momento sentimos nuestro Ser más profundo e imperecedero. El hermano David narra una de estas experiencias.
Como estudiante de psicología en la Viena de la posguerra, logré conseguir un trabajo envidiable: fui contratado como Prefecto (una mezcla de tutor y madre sustituta) de los Niños Cantores de Viena. En aquel entonces el coro todavía tenía sede en la misma sección del Palacio Imperial que había alojado al coro en los tiempos de Colón, habiendo sido fundado por el emperador Maximiliano I en 1498. En el verano, sin embargo, se trasladaban a su residencia de Hinterbichl, en los Alpes del este tirolés. Allí tuve una experiencia que siempre me viene a la mente cuando alguien me pregunta acerca de la resurrección.

Tomás Luis de Victoria, compositor español (1548-1611)
En una ocasión me encontraba disfrutando de un tiempo libre durante el ensayo de los niños, y había subido por un empinado sendero hasta un mirador elevado. Rodeado de la quietud de los picos cubiertos de nieve, de repente escuché los sones de una de mis piezas musicales favoritas, el motete “Duo Seraphim”, de Tomás de Victoria. El texto habla de dos ángeles en profunda adoración, clamando el uno al otro: “¡Santo, Santo, Santo!”
Fue como si las alas de mi alma hubieran rozado al Eterno. Me resulta imposible poner en palabras lo que esta experiencia produjo en mí; fue un momento que modeló mi más profundo Ser. Aquellas voces cristalinas se mezclaron con el clamor más profundo de mi corazón: “¡Santo, Santo, Santo!” Tuve conciencia de que esta voz era imperecedera, y ella era mi misma voz, la expresión perfecta y total de mi identidad, no en forma abstracta sino profundamente real. Hasta el mínimo detalle de esa escena, cada gota de rocío de aquella mañana de julio, cada inflexión de esas voces elevándose con el aire de la montaña, quedaron grabados a fuego, no tanto en mi memoria cuanto en mi mismo ser.
Creer en la resurrección significa que creo que todo lo que es pasajero y perecedero queda preservado con toda su prístina frescura en el Ahora eterno.
La memoria me puede fallar, o puedo perderla completamente. Pero cuando se acabe mi tiempo, y solo quede el Ahora, entonces estaré en el Ahora de aquella mañana de verano, y por supuesto en cada Ahora de mi vida. Nada se pierde, no importa cuán pasajero pueda parecer, ya que “todo es siempre ahora”. Creer en la resurrección significa que creo que todo lo que es pasajero y perecedero queda preservado con toda su prístina frescura en el Ahora eterno. No necesita ser rescatado del polvo como los cuerpos de las representaciones medievales del Día del Juicio, ya que está, junto con Cristo Resucitado, “escondido en Dios”. Es por esto que confío en que volveremos a ver a nuestros seres queridos, con cada hoyuelo y cada peca que nos gustaba, cuando “veamos a Dios”.
Si alguna vez hemos amado de verdad, sabemos que esto es cierto. A mi edad, uno puede mirar fotos de familiares que uno ha conocido desde su nacimiento hasta su muerte. Nuestro amor abraza a ese bebé en la bañera no menos que al escolar que le falta un diente, al adolescente en bicicleta o vestido de gala para la graduación, y así imagen tras imagen hasta la última y pálida sonrisa. ¿En cuál de todas las fotos uno ve a la persona que ama? En todas y cada una de ellas. No necesitamos elegir. Cada momento de la vida está presente en “el ahora que no pasa”, es decir, en la eternidad. El poeta R. M. Rilke decía que nuestra tarea esencial como seres humanos es recolectar, como abejas diligentes, el néctar del mundo visible en la gran colmena de lo invisible.
Aquella mañana en los Alpes tiroleses, y el “¡Santo, Santo, Santo!” de los serafines no está solamente registrada como recuerdo en un cerebro destinado a la corrupción. Está grabada en mi Ser imperecedero. Cuando esta gota de agua que es mi vida vuelva al océano, ella llevará consigo los acordes del “Duo Seraphim” de Victoria y lo agregará a sus aguas, y allí permanecerá para siempre.
Tomado del libro “Más allá de las Palabras”, del hermano David Steindl-Rast.
Motete “Duo Seraphim”, de Tomás de Victoria:
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María Inés Martínez dice:
13 septiembre, 2020a las19:44Muchas Gracias Brother David, por compartir su vivencia !!!! Ilumina el alma !!!
Eve Hoter dice:
2 septiembre, 2020a las13:19Bellísimo este artículo!! Millón de gracias!! Br. David, sólo recordarte me lleva a esa Eternidad. Y a esas vivencias que quedan grabadas en la Eternidad y en mi alma, donde nos fundimos en el Todo, en una Belleza e iluminación que no se puede describir. Con profundo amor Eve
Bibi wernicke dice:
2 septiembre, 2020a las10:44Q Belleza cada plabra de la vivencia del padre David en los Alpes
Se siente el corazon lleno del amor del Padre
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