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“Todos deberíamos ser feministas”

En el Día Internacional de la Mujer, compartimos extractos de un ensayo de la escritora nigeriana Chimamanda Adichie. “Hay un problema con la situación de género hoy en día, y tenemos que solucionarlo entre todos, hombres y mujeres”.


Chimamanda Ngozi Adichie nació en 1977 en Nigeria. A los diecinueve años consiguió una beca para estudiar comunicación y ciencias políticas en Filadelfia, y posteriormente cursó un máster en escritura creativa en la Universidad John Hopkins de Portland. Ha publicado cuatro novelas: La flor púrpura (2005), Medio sol amarillo (2014, galardonada con el Orange Prize for Fiction), Algo alrededor de tu cuello (2010) y Americanah (2014), que ha recibido el elogio de la crítica y ha sido galardonada con el Chicago Tribune Heartland Prize 2013 y el National Book Critics Circle Award en 2014.


Okoloma era uno de mis mejores amigos de infancia. Era una persona con la que yo podía discutir, reírme y hablar de verdad. También fue la primera persona que me llamó “feminista”. Yo tenía unos 14 años. Estábamos en su casa, discutiendo. No me acuerdo de qué estábamos debatiendo en concreto. Pero me acuerdo de que, en medio de toda mi diatriba, Okoloma me miró y me dijo:

-¿Sabes que eres una feminista?

No era un cumplido. Me di cuenta por el tono en que lo dijo, el mismo tono con que alguien te podía decir: “Tú apoyas el terrorismo”.

Yo no sabía qué quería decir exactamente aquello de “feminista”. Pero no quería que Okoloma se diera cuenta de que no lo sabía. Así que lo pasé por alto y seguí discutiendo. Lo primero que pensaba hacer nada más llegar a casa era buscar la palabra en el diccionario.

Ahora demos un salto de varios años.

En 2003 escribí una novela titulada La flor púrpura, sobre un hombre que, entre otras cosas, le pega a su mujer, y cuya historia no termina muy bien. Mientras estaba promocionando la novela en Nigeria, un periodista, hombre amable y bienintencionado, me dijo que quería darme un consejo. Me comentó entonces que la gente decía que mi novela era feminista, y que el consejo que me daba (y me lo dijo negando tristemente con la cabeza) era que no presentara nunca como feminista, porque las feministas son mujeres infelices porque no pueden encontrar marido. Así que decidí presentarme como “feminista feliz”.

Por aquella época una académica, una mujer nigeriana me dijo que el feminismo no era parte de nuestra cultura, que el feminismo era antiafricano, y que yo solo me consideraba feminista porque estaba influida por los libros occidentales. Así que decidí que empezaría a presentarme como “feminista feliz africana”. Luego, una amiga íntima me dijo que presentarme como feminista significaba que odiaba a los hombres. Así que decidí que iba a ser una “feminista feliz africana que no odia a los hombres”. En un momento dado llegué incluso a ser una “feminista feliz africana que no odia a los hombres y a quien le gusta usar lápiz labial y tacos altos para sí misma y no para los hombres”.

Por supuesto, gran parte de todo esto era irónico, pero lo que demuestra es que la palabra “feminista” está sobrecargada de connotaciones, y connotaciones negativas: “odias a los hombres, odias usar corpiño, crees que las mujeres deberían mandar siempre, no llevas maquillaje, no te depilas, siempre estás enfadada, no tienes sentido del humor y no usas desodorante”.

Cuento ahora una historia de mi infancia.

Cuando iba a la escuela primaria, la maestra nos dijo al empezar el trimestre que nos iba a tomar un examen, y que el que sacara la nota más alta sería el monitor de la clase. Ser el monitor de la clase no era poca cosa: todos los días apuntabas los nombres de quienes alborotaban la clase, lo cual ya implicaba de por sí un poder embriagador, pero además la maestra te daba una vara para que la llevaras en la mano mientras recorrías el aula y patrullabas la clase en busca de alborotadores. Por supuesto, no se te permitía usar la vara. Para una niña de nueve años como yo, sin embargo, era una perspectiva emocionante. Yo tenía muchas ganas de ser monitora de la clase. Y saqué la nota más alta del examen.

Y entonces, para mi sorpresa, la maestra dijo que el monitor tenía que ser un varón. Se le había pasado por alto aclararlo antes; había dado por sentado que era obvio. La segunda mejor nota del examen la había sacado un niño. Y el monitor sería él.

Lo más interesante del caso es que aquel niño era una criatura dulce y amable, que no tenía interés alguno en patrullar la clase con un palo. Yo, en cambio, me moría de ganas. Pero yo era mujer y él era hombre, por lo que el monitor de la clase fue él. Nunca he olvidado aquel episodio.

Si hacemos algo una y otra vez, acaba siendo normal. Si vemos la misma cosa una y otra vez, acaba siendo normal. Si solo los varones llegan a monitores de clase, al final llegará el momento en que pensemos, aunque sea de forma inconsciente, que el monitor de una clase tiene que ser necesariamente un varón. Si solo vemos a hombres presidiendo empresas, empezará a parecernos “natural” que solo haya hombres presidentes de empresas.

Empecemos a soñar un mundo distinto. Un mundo más justo. Un mundo de hombres y mujeres más felices y más honestos consigo mismos.

A menudo cometo la equivocación de pensar que algo que a mí me resulta obvio es igual de obvio para todo el mundo. Pongamos por caso a mi querido amigo Louis, que es un hombre brillante y progresista. Conversando con él, me decía: “No entiendo a qué te refieres cuando dices que las cosas son distintas y más difíciles para las mujeres. Tal vez lo fueran en el pasado, pero ahora no. Ahora las mujeres ya están bien”. Yo no entendía cómo Louis era incapaz de ver algo que parecía tan evidente.

Me encanta volver de visita a Nigeria, y gran parte del tiempo que estoy allí lo paso en Lagos, que es la ciudad y núcleo comercial más grande del país. En Lagos hay un componente maravilloso del paisaje urbano: un pequeño contingente de jóvenes enérgicos que esperan delante de ciertos establecimientos y te “ayudan” muy teatralmente a estacionar tu coche.

Como pasa en la mayoría de las ciudades, puede ser difícil encontrar estacionamiento a la hora de la cena, así que esos jóvenes se ganan la vida encontrando sitios donde estacionar. A mí me impresionó en particular la teatralidad del hombre que nos encontró un sitio para nuestro coche. Así pues, mientras nos marchábamos, decidí darle propina. Abrí el bolso, metí la mano dentro para tomar mi dinero y se lo di al hombre. Contento y agradecido, el hombre tomó el dinero que yo le daba, miró a Louis y le dijo:

-¡Gracias, señor!

Louis me miró a mí, sorprendido, y me preguntó:

-¿Por qué me da las gracias a mí? El dinero no se lo he dado yo.

Entonces vi en su cara que lo entendía. El hombre creía que el dinero que yo le había dado venía de Louis. Porque Louis es hombre.

Hombres y mujeres somos distintos. Hormonas distintas, órganos sexuales distintos y capacidades biológicas distintas: las mujeres pueden tener bebés y los hombres no. Los hombres tienen más testosterona y por lo general más fuerza física que las mujeres. La población femenina del mundo es ligeramente mayor (un 52 por ciento de la población mundial son mujeres), y sin embargo la mayoría de los cargos de poder y prestigio están ocupados por hombres. La difunta premio Nobel keniana Wangari Maathai lo explicó muy bien y de forma muy concisa diciendo que, cuanto más arriba llegas, menos mujeres hay.

Durante las recientes elecciones de Estados Unidos no paramos de oír hablar de la Ley Lilly Ledbetter, pero si vamos más allá de su bonito nombre aliterativo, lo que la ley nos estaba diciendo era esto: en Estados Unidos un hombre y una mujer pueden estar haciendo el mismo trabajo con idéntica cualificación, pero el hombre cobra más por el hecho de ser hombre.

En un sentido literal, los hombres gobiernan el mundo. Esto tenía sentido hace mil años. Por entonces, los seres humanos vivían en un mundo en el que el atributo más importante para la supervivencia era la fuerza física; cuanto más fuerza física tenía una persona, más calificada estaba para ser líder. Y los hombres, por lo general, son más fuertes físicamente. (Por supuesto, hay muchas excepciones). Hoy en día vivimos en un mundo radicalmente distinto. La persona más cualificada para ser líder ya no es la persona con más fuerza física. Es la más inteligente, la que tiene más conocimientos, la más creativa o la más innovadora. Y para estos atributos no hay hormonas. Una mujer puede ser igual de inteligente, innovadora y creativa que un hombre. Hemos evolucionado. En cambio, nuestras ideas sobre el género no han evolucionado mucho.

No hace mucho entré en el vestíbulo de uno de los mejores hoteles de Nigeria y un portero me paró y se puso a hacerme una serie de preguntas bastante molestas: ¿cuál era el nombre y el número de habitación de la persona a la que yo estaba visitando?, ¿conocía yo a aquella persona?, ¿podía demostrar que era clienta del hotel enseñándole mi llave electrónica? Y es que todo el mundo supone automáticamente que una mujer nigeriana que entra sola en un hotel es una trabajadora sexual. Porque es impensable que una mujer nigeriana pueda ser una clienta que paga su habitación. A un hombre que entra en el mismo hotel no lo molestan. Se da por sentado que está allí por razones legítimas.

En Lagos hay muchos clubes y bares donde no puedo entrar sola. Si eres una mujer sola no te dejan entrar. Te tiene que acompañar un hombre. De forma que tengo amigos que llegan a los clubes y acaban teniendo que entrar tomados del brazo de una completa desconocida porque esa desconocida, que es una mujer sola, no ha tenido más remedio que pedir “ayuda” para entrar en el club.

Tengo una amiga estadounidense que tiene un trabajo muy bien remunerado en el mundo de la publicidad. Es una de las dos mujeres que hay en su equipo. Esa amiga me contó que en una reunión se había sentido menoscabada por su jefe; el jefe en cuestión había pasado por alto sus comentarios y luego había elogiado otros parecidos pero que venían de un hombre. Ella tuvo ganas de quejarse y de cuestionar a su jefe. Pero no lo hizo. Lo que hizo fue irse al cuarto de baño después de la reunión y echarse a llorar. No había querido quejarse para no parecer agresiva. Se limitó a dejar que el resentimiento le bullera por dentro.

Lo que me llamó la atención -de ella y de otras muchas amigas estadounidenses que tengo- es lo mucho que se esfuerzan por “caer bien”. Parece que han sido criadas para pensar que es muy importante gustar a los demás y que ese rasgo de “gustar” implica algo muy concreto: no mostrar desacuerdo, o no manifestarlo en voz demasiado alta.

Pasamos demasiado tiempo enseñando a las niñas a preocuparse por lo que piensen de ellas los chicos. Y, sin embargo, al revés no lo hacemos. No enseñamos a los niños a preocuparse por caer bien. Pasamos demasiado tiempo diciéndoles a las niñas que no pueden ser ni agresivas ni duras, lo cual ya es malo de por sí, pero es que luego nos damos la vuelta y nos dedicamos a elogiar o a justificar a los varones por las mismas razones. El mundo entero está lleno de artículos de revistas y de libros que les dicen a las mujeres qué tienen que hacer, cómo tienen que ser y cómo no tienen que ser si quieren atraer o complacer a los hombres. Hay muchas menos guías para enseñar a los hombres a complacer a las mujeres.

El género importa en el mundo entero. Y hoy me gustaría pedir que empecemos a soñar un mundo distinto. Un mundo más justo. Un mundo de hombres y mujeres más felices y más honestos consigo mismos. Y esta es la forma de empezar: tenemos que criar a nuestras hijas de otra forma. Y también a nuestros hijos.

Una conocida nigeriana me preguntó una vez si me preocupaba el hecho de intimidar a los hombres. A mí no me preocupaba en absoluto. De hecho, ni siquiera se me había ocurrido que me preocupara, porque un hombre a quien yo intimide es exactamente la clase de hombre que no me interesa.

Aun así, la pregunta me chocó. Como soy mujer, se espera de mí que aspire al matrimonio. Se espera de mí que tome decisiones en la vida sin olvidar nunca que el matrimonio es lo más importante. El matrimonio puede ser bueno, una fuente de placer, amor y apoyo mutuo. Pero ¿por qué enseñamos a las niñas a aspirar al matrimonio pero a los niños no?

Nuestra sociedad enseña a las mujeres solteras de cierta edad a considerar su soltería un profundo fracaso personal. En cambio, un hombre de cierta edad que no se ha casado es porque todavía no ha elegido. Es fácil decir que las mujeres pueden decir no a todo esto. La realidad, sin embargo, es más difícil y compleja. Todos somos seres sociales. Todos interiorizamos ideas de nuestra socialización. Hasta el lenguaje que usamos ilustra esto. El lenguaje del matrimonio se basa a menudo en la propiedad, no en la mutua compañía.

Enseñamos a las chicas que no pueden ser seres sexuales de la misma forma que los chicos. Si tenemos un hijo varón, no nos incomoda saber que tiene novia. Pero ¿que una hija tenga novio? Dios no lo quiera. Enseñamos a las chicas a tener vergüenza. “Cierra las piernas”. “Tápate”. Les hacemos sentir que, por el hecho de nacer mujeres, ya son culpables de algo. Y lo que sucede es que las chicas se convierten en mujeres que no pueden decir que experimentan deseo. Que se silencian a sí mismas. Que no pueden decir lo que piensan realmente. Que han convertido el fingimiento en un arte.

El problema del género es que prescribe cómo tenemos que ser, en vez de reconocer cómo somos realmente. Imagínense lo felices que seríamos, lo libres que seríamos siendo quienes somos en realidad, sin sufrir la carga de las expectativas de género.

El problema del género es que prescribe cómo tenemos que ser, en vez de reconocer cómo somos realmente. Imagínense lo felices que seríamos, lo libres que seríamos siendo quienes somos en realidad, sin sufrir la carga de las expectativas de género.

Es innegable que chicos y chicas son biológicamente distintos, pero la socialización exagera las diferencias. Y luego empieza un proceso que se alimenta a sí mismo. Miren, por ejemplo, la cocina. Hoy en día es más probable en general que sean las mujeres quienes hacen las tareas de la casa: cocinar y limpiar. Pero ¿por qué? ¿Acaso es porque las mujeres nacen con el gen de la cocina, o bien porque a lo largo de los años han sido socializadas para que piensen que cocinar es su papel? Iba a decir que tal vez las mujeres sí nazcan con el gen de la cocina, pero entonces me he acordado de que la mayoría de los cocineros famosos del mundo (los que reciben el elegante título de “chefs”) son hombres.

¿Qué pasaría si, a la hora de criar a nuestros hijos e hijas, no nos centráramos en el género sino en la capacidad? ¿Y si no nos centráramos en su género sino en sus intereses?

Conozco a una familia con una hija y un hijo que se llevan un año, los dos brillantes en los estudios. Cuando el varón tiene hambre, los padres le dicen a la niña: ve a prepararle unos fideos instantáneos a tu hermano. A ella no le gusta cocinar fideos instantáneos, pero es nena y tiene que hacerlo. ¿Y si desde el primer momento sus padres les hubieran enseñado a cocinar a los dos? Cocinar, por cierto, es una habilidad práctica y útil también para un varón; siempre me ha parecido que no tenía mucho sentido dejar algo tan crucial –la capacidad de alimentarse a uno mismo– en manos ajenas.

Conozco a una mujer que tiene el mismo título académico y el mismo trabajo que su marido. Cuando vuelven los dos del trabajo, ella hace la mayoría de las tareas domésticas, que es algo que pasa en muchos matrimonios, pero lo que me llama la atención es que cada vez que él cambia el pañal del bebé, ella le da las gracias. ¿Qué pasaría si ella considerara normal y natural que él le ayude a cuidar del bebé?

Estoy intentando desprender muchas lecciones de género que interioricé al crecer. Pero a veces me sigo sintiendo vulnerable ante las expectativas de género. La primera vez que impartí una clase de postgrado de escritura estaba preocupada. No por el temario, porque lo tenía bien preparado y estaba enseñando lo que me gustaba. Lo que me preocupaba era qué ropa ponerme. Quería que me tomaran en serio.

Yo era consciente de que, por el hecho de ser mujer, automáticamente tendría que demostrar mi valía. Y me preocupaba el hecho de resultar demasiado femenina. Tenía muchas ganas de ponerme brillo de labios y una falda bonita, pero decidí no hacerlo. Llevé un conjunto muy serio, muy masculino y muy feo.

La triste verdad del asunto es que, en lo tocante a la apariencia, seguimos teniendo al hombre como estándar, como norma. Muchos pensamos que cuanto menos femenina se vea una mujer, más probable es que la tomen en serio. Un hombre que va a una reunión de trabajo no se pregunta si se lo van a tomar en serio en base a la ropa que lleva puesta, pero una mujer sí.

Desearía no haber llevado aquel traje tan feo aquel día. Si hubiera tenido la confianza que tengo hoy para ser yo misma, mis alumnos se habrían beneficiado todavía más de mis clases. Porque me habría sentido más cómoda y más yo misma de una forma más plena y verdadera.

He decidido no volver a avergonzarme de mi feminidad. Y quiero que me respeten siendo tan femenina como soy. Porque lo merezco. Me gusta la política y la historia, y cuando más feliz soy es cuando mantengo una buena discusión intelectual. Soy femenina. Felizmente femenina. Me gustan los tacos altos y probar lápices labiales. Es agradable que te hagan cumplidos, tanto los hombres como las mujeres (aunque si tengo que ser sincera, prefiero los cumplidos que vienen de mujeres elegantes), pero a menudo llevo ropa que a los hombres no les gusta, o bien no la “entienden”. La llevo porque me gusta y porque me siento bien con ella. La “mirada masculina”, a la hora de dar forma a mis decisiones vitales, es bastante anecdótica.

Si es verdad que no forma parte de nuestra cultura el hecho de que las mujeres sean seres humanos de pleno derecho, entonces podemos y debemos cambiar nuestra cultura.

Parte del problema radica en el hecho de que muchos hombres no piensan de forma activa en el género ni se fijan en él. De que muchos hombres, como me dijo mi amigo Louis, dicen que tal vez las cosas estuvieran mal en el pasado, pero ahora están bien. Si eres hombre y entras con una mujer a un restaurante y el camarero te saluda solo a ti, ¿acaso se te ocurre preguntarle: “¿Por qué no la has saludado a ella”? Los hombres tienen que denunciar estas situaciones aparentemente poco importantes.

Hay quien dice que las mujeres están subordinadas a los hombres porque es nuestra cultura. Pero la cultura nunca para de cambiar. Yo tengo unas preciosas sobrinas gemelas de quince años. Si hubieran nacido hace cien años, se las habrían llevado y las habrían matado, porque hace cien años la cultura igbo creía que era un mal presagio que nacieran gemelos. Hoy en día esa práctica resulta inimaginable para todo el pueblo igbo.

La cultura no hace a la gente: la gente hace la cultura. Si es verdad que no forma parte de nuestra cultura el hecho de que las mujeres sean seres humanos de pleno derecho, entonces podemos y debemos cambiar nuestra cultura.

Siempre me acuerdo de mi amigo Okoloma. Él tenía razón hace tantos años, cuando me llamó feminista. Soy feminista. Y cuando hace tantos años busqué la palabra en el diccionario, encontré que decía: “Feminista: persona que cree en la igualdad social, política y económica de los sexos”. Por las historias que he oído, mi bisabuela era feminista. Se escapó de la casa del hombre con el que no se quería casar y se casó con el hombre que había elegido ella. Cuando sintió que la estaban despojando de sus tierras y sus oportunidades por ser mujer, ella se negó, protestó y denunció la situación. Ella no conocía la palabra “feminista”. Pero eso no quiere decir que no lo fuera. Mucha más gente tendría que reivindicar esa palabra. El mejor feminista que conozco es mi hermano Kene, que también es un joven amable, atractivo y muy masculino. La definición que doy yo es que feminista es todo aquél hombre o mujer que dice: “Sí, hay un problema con la situación de género hoy en día y tenemos que solucionarlo, tenemos que mejorar las cosas”.

Y tenemos que mejorarlas entre todos, hombres y mujeres.

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