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Transparencia y plenitud

Hugo Mujica

La mancha y la falta son imágenes utilizadas para recordarnos que siempre estamos en camino hacia el ideal, hacia nuestra transparencia y plenitud humanas.


Del evangelio de Marcos (1, 12-15)
En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: renuncien a su mal camino y crean en la Buena Nueva.”

Cuaresma es tiempo de conversión,
tiempo de decisión:
de reconocer y arrepentirnos de nuestros pecados,
o la raíz de todos ellos:

la avaricia de vivir solo para sí mismo,
la mezquindad de una vida que no se entrega,
que no se ofrece y ofrenda a los demás,
que ni sale de sí ni en sí acoge a quien golpea su puerta.

Antes de que el pecado se codifique en ley,
se cuantifique, se llame teología moral,
los antiguos lo plasmaron en una imagen
mucho más rica, mucho más significativa: la falta.

El pecado era una mancha, una impureza;
era un obstáculo a la transparencia que debimos tener frente a los otros y frente a Dios,
una mancha que no dejaba pasar la luz,
una opacidad a la imagen de Dios en nosotros que debemos irradiar.

Una mancha a la transparencia con que debimos dejar que los otros vean a través nuestro a Dios;
esa mancha, ese repliegue, que solemos llamar “yo”,
en el que nos solemos encerrar.

La otra imagen, la segunda y más expresiva aún,
era la falta.
Con ella se significaba que algo que debimos ser no fuimos,
algo, por nuestra omisión,
faltó para siempre a la obra de Dios,
la obra que cada uno de nosotros es,
y la que cada uno de nosotros debe obrar en el mundo.

La falta es no ser lo que debimos llegar a ser,
no latir cada latido de la vida que se nos ofreció.
La falta es que nos falte lo que Dios nos llamó a tener,
lo que en nosotros quiso encarnar,
la falta es deber a otros lo que por no tener no pudimos dar.

Una misma raíz –“paene”– da nacimiento a palabras como penitencia, arrepentimiento, penuria y pobre.

Se arrepiente quien se reconoce en falta,
quien reconoce que tiene manchada la transparencia del corazón,
obturada la fuente que debe ser manantial.

Se hace penitencia como manifestación de estar arrepentido,
y uno se arrepiente asumiendo alguna penuria,
volviéndose pobre ante uno mismo,
ante los otros, ante Dios.

Volviéndose pobre, que es como decir
volviendo a la verdad,
volviendo a la conciencia de ser creatura,
de ser necesitado,
de ser inacabado y dejarnos, en esa conciencia de dependencia,
en ese hueco, crear por Dios.

La liturgia de cuaresma predica y señala
y nos ofrece el camino
hacia el arrepentimiento,
nos señala la esencia de la penitencia:
ayuno, limosna y oración.

Se ayuna para labrar en el propio cuerpo la finitud,
la conciencia de necesidad,
para hacer del cuerpo un memorial de otra hambre,
del hambre que no sacia el pan,
el hambre que nada puede saciar,
que nuestra finitud no llega a abarcar.

Pero también nos recuerda el hambre de pan del hermano,
del pan existencial, del pan para vivir,
el pan que no tiene.
Nos recuerda lo que nos conmina la liturgia cuaresmal: la limosna;
la responsabilidad efectiva y no meramente sentimental.

La limosna es el gesto de quien reconoce en la necesidad del otro
el rastro y la seña que nos hace Dios,
el hueco donde nos espera él.

El gesto de quien reconoce
que la necesidad del otro es el llamado
más concreto y material de trascenderme,
la oportunidad de la comunión
que tiene como condición existencial romper la propia satisfacción.

Y la medida de la limosna no debe ser la de dar lo que a mí me sobra
sino lo que al otro le falta, lo que yo debo privarme,
lo que debo dejar de tener,
porque Cristo no retuvo nada para sí,
porque lo que yo no doy y podría dar es lo que queda sin revelar de la bondad de Dios.

La oración de la que la liturgia nos habla,
final y destinalmente,
es aquello en lo que tanto el ayuno como la limosna se silencia,
se eleva, se consagra.

La oración es la necesidad que reclama el hambre
cuando el hambre no es de pan,
La necesidad que reclama el corazón
cuando amamos a Dios,
cuando nos entregamos a los demás.

Que cada año la iglesia en el inicio de la cuaresma
nos recuerde nuestra condición de pecadores,
nos llame a la conversión,
nos convoque al ayuno, a la limosna y la oración,

es que nos está recordando que nunca
se llega a ser totalmente cristianos,
que siempre se puede serlo más;
nos recuerda que aún no amamos como fuimos creados para amar,
que aún no amamos a los otros con la misericordia con que nos ama Dios.


Hugo Mujica estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología. Tiene publicados más de veinte libros y numerosas antologías personales editadas en quince países; alguno de sus libros han sido publicados en inglés, francés, italiano, griego, portugués, búlgaro, esloveno, rumano y hebreo.

www.hugomujica.com.ar


Reflexiones:

  1. REPLY
    Francisco Hector Sanchez dice:

    Otoño, lunes 6 de abril, del 2020

    Buen dia Hugo!

    Muchas gracias por tus reflexiones!

    Tiempo de cuaresma.

    Tiempo de oracion – meditacion – agradecimiento – de reencuentro con la simpleza de lo autentico – con uno mismo y el projimo – de solidaridad.

    Abrazo fraterno

    Francisco

  2. REPLY
    Maria dice:

    Hola Hugo! Que felicidad me dio ver que volvió !!!!! Lo leo siempre. Le mando un cariño grande!

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