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Un ser de esperanzas

Hugo Mujica

El tiempo de adviento refleja la condición humana: el ser humano es un ser de esperanzas, siempre tendiendo hacia algo nuevo y diferente, hacia su plenitud.


Del evangelio de Mateo (24, 37-44)
En aquel tiempo Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando venga el Hijo del hombre, sucederá como en tiempos de Noé. En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta que Noé entró en el arca; y no sospechaban nada, hasta que llegó el diluvio y los arrastró a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre. De dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro dejado. De dos mujeres que estén moliendo, una será llevada y la otra dejada. Estén prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor. Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, velaría y no dejaría perforar las paredes de su casa. Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada”.

Todo parto, el de cada uno, fue una partida,
un comenzar a andar la vida,
un mirar hacia un horizonte, un ir dejando atrás umbrales.

El inicio no es nunca solo lo que es,
es siempre lo posible de ser,
la esperanza de llegarlo a ser: el inicio es promesa, anunciación.

Y hoy iniciamos un nuevo año litúrgico,
hoy se nos anuncia lo gracia de lo que podemos llegar a ser.
Un nuevo adviento en que la iglesia nos invita
a esperar la venida de Dios,
nos convoca a asumir la condición más humana:
la de abrirnos hacia el don de lo otro,
a dejarnos fecundar…
nos invita a nacer en el hijo en que se nace Dios.

Adviento es espera.
En verdad, siempre estamos esperando,
siempre nuestros ojos miran más lejos que lo que ven,
más lejos que hasta donde nuestras manos llegan;

siempre tenemos una necesidad que colmar,
un proyecto a realizar,
una ausencia a anhelar, una lejanía a alcanzar.

Pero más allá de esperar esto o lo otro, de esperar algo,
el hombre, lo sepa o ignore,
también espera todo, espera la plenitud,
la llegada sin partidas,
el encuentro sin despedidas,
es que el hombre, la mujer, son espera de plenitud,
de abosoluto, de libertad.

El hombre es el ser de la espera,
espera incluso lo imposible,
y en eso confiesa su fe: se reconoce más allá de sí,
se renoce transcendiéndose.

Sin este deseo, sin esta espera, el hombre cae en la apatía,
se ahoga en el tedio.

Sin esperar algo diferente,
radicalmente diferente a todo lo que tenemos y aún conocemos,
nos hundimos en la indiferencia,

la vida se cierra sobre sí en el círculo letal
de la repetición de lo mismo, de espejarse en sí;
entonces dejamos de renovarnos,
nuestros sueños comienzan a envejecer,
nuestra alma termina por secarse,
la oración termina siendo eco y no alteridad.

Esa necesidad constante de algo,
de algo otro que nos renueve,
revela que el hombre no es a sí mismo su propio fin,
que no somos nuestra propia meta.

Revela al hombre como un ser de lejanías,
un ser de esperanzas.
Como un ser que mira siempre más allá de lo que ve,
que escucha siempre más allá de lo que se oye.

Cuanto más honda es la espera, cuanto mayor es lo esperado,
mayor es el futuro de nuestra vida,
mayor la apertura de nuestro presente hacia lo que viene,
hacia lo que la vida nos trae,
hacia lo que Dios nos quiere entregar,
hacia lo que en nosotros quiere crear.

Porque cada vida tine la medida de su deseo,
cada deseo la dimensión de su esperanza.
Es por esto que el hombre recién alcanza su verdadera dimensión,
alcanza su propia inconmensurabilidad
cuando espera a Dios:
a Dios que es la dimensión
y el futuro definitivo del hombre,
a Dios que viene a nuestro presente para llenarlo con su futuro sin final,
con esa eternidad que es el deseo que tiene Dios de abrazarnos para siempre en él.

El Señor viene, es el anuncio de adviento,
pero si hoy anunciamos esa venida es para tomar conciencia de que siempre está viniendo.

Vendrá al fin de los tiempos, es decir,
viene a cada instante que termina,
para manifestarse en su gloria,

pero también viene, está viniendo en cada instante
que nace,
en su navidad, en la manifestación de su pobreza,
en el deseo que tiene Dios de reunirse con el hombre,
el deseo que se concretó encarnación,
en la carne humana donde busca continuar latiendo Dios.

No sabemos la hora ni el día, es decir,
no podemos detenernos ni instalarnos:
todo ahora, cada instante,
es la hora de Dios, es su juicio sobre el tiempo.

Que no sepamos la hora de lo definitivo hace que cada hora, cada instante,
sea definitivo,
sea respuesta y responsabilidad: sea destino.

Estemos atentos y oremos, nos pide la liturgia de hoy.

Oremos, abramos el espacio que el deseo abre,
el espacio que se abre cuando salimos de nosotros mismos,
cuando yendo hacia los otros andamos el camino del adviento de Dios hacia nosotros,
cuando abriéndonos hacia los otros abrimos un lugar
para que tenga donde nacerse Dios.


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