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Vivamos con asombro

El novelista y filósofo noruego Jostein Gaarder (n. 1952) nos invita en este escrito a cuidar la capacidad de asombrarnos, y asomarnos con sensibilidad de niños al gran misterio de la vida. La filosofía nació en Grecia. Pero también nace en los jardines de infantes…


El ser humano se ha enfrentado siempre a una serie de grandes preguntas cuyas respuestas no estaban a su alcance. Pero ahora se presentan dos posibilidades: podemos engañarnos y aparentar que sabemos todo lo que vale la pena saber, o podemos cerrar los ojos a las grandes preguntas y renunciar de una vez por todas a avanzar. La humanidad se divide, podríamos decir, en estos dos grupos. O somos engreídos y nos conformamos con lo que sabemos, o somos indiferentes y nos conformamos con lo que no sabemos. Es como si dividiéramos la baraja en dos mitades, poniendo las cartas negras en una y las cartas rojas en otra. Pero, de vez en cuando, un comodín asoma del mazo; alguien que no es corazón ni diamante, basto ni espada.

Sócrates era ese comodín en Atenas: ni engreído ni indiferente. Sólo sabía que no sabía, y eso lo atormentaba. Por eso se hizo filósofo; alguien que no se entrega, que busca incansablemente la idea, que no cesa de hacer nuevas preguntas.

Asombrarse ante la existencia no es algo que se aprende: es algo que se olvida.

Pero todos llevamos un comodín dentro de nosotros. Esto también es un pensamiento socrático. Sócrates no tenía ningún título especial: sólo era partero. Del mismo modo en que las comadronas ayudan durante el parto, él tenía la tarea de ayudar a la gente a “dar a luz” el pensamiento correcto. No es ninguna novedad, pero el viejo simbolismo de la comadrona puede interpretarse como una doble metáfora: en realidad es el niño que llevamos dentro el que tiene que nacer de nuevo.

Todos nacemos comodines en el juego solitario de la vida. Pero gradualmente, a medida que crecemos, nos convertimos en corazones y diamantes, bastos y espadas. No quiere ello decir que el comodín desaparezca por completo.

La misión de la filosofía debe ser, a mi juicio, ponernos en estrecho contacto con el “comodín” que llevamos dentro. La filosofía debe sacudir el polvo del mundo para que lo experimentemos con la misma claridad que cuando éramos niños, antes de hacernos “mundanos”, antes de comenzar a desmitificar el asombroso cuento de hadas en que vivimos con sólo darle el nombre de “realidad”. Pero la esperanza no ha desaparecido. Todos descendemos del comodín. En todos nosotros vive un niño asombrado, curioso y juguetón. Aunque de vez en cuando nos sintamos un tanto triviales, llevamos no obstante una pequeña pepita de oro bajo la piel; hubo un tiempo en que éramos nuevos aquí…

Somos transportados a un cuento de hadas –que compite incluso con el mejor de los cuentos de la infancia–, pero no tardamos en acostumbrarnos de tal modo a todo lo que aquí hay, que terminamos dando toda la existencia por supuesta. Porque el mundo no envejece nunca: somos nosotros quienes nos hacemos viejos. Mientras continúan llegando nuevas personas al mundo, éste permanecerá tan flamante y novísimo como en aquel séptimo día en que Dios descansó.

La paradoja es que un niño pierde esta intensa experiencia de estar en el mundo más o menos al mismo tiempo que aprende a hablar. Por eso los niños necesitan mitos y cuentos de hadas. Por eso los adultos necesitan mitos y cuentos de hadas. Unos y otros pueden ayudarnos a aferrarnos a una vieja experiencia que de otro modo perderíamos. La capacidad de asombrarse ante la existencia es innata. Asombrarse ante la existencia no es algo que se aprende: es algo que se olvida.

Hablamos del Gran Misterio de la Vida. Para experimentar el misterio, tenemos que olvidar todos nuestros hábitos mundanos y ser como niños de nuevo. Ser como niños es dar un paso atrás, y tal vez por ello, descubrir que hay un mundo delante de nosotros. Porque es ahora cuando somos testigos del acto de la creación. A plena luz del día. ¡Es inaudito! Un mundo surge de la nada… ¡Y todavía hay gente que se aburre!

Extracto de “Vivamos con asombro”, de Jostein Gaarder.


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