En la naturaleza, no todas las historias tienen final feliz. En la vida tampoco. Y sin embargo, a veces logramos hacer las paces con la tristeza lo suficiente para poder dar gracias por lo vivido. El dolor nos despierta, y, como la alegría, nos recuerda quiénes somos. Un hermoso artículo de nuestra columnista Fabiana Fondevila.
A media tarde, camino a buscar unas hojas de diente de león para la cena (y raíces para el café de la mañana), nos topamos con un escenario extraño. Un zorzal adulto ataca –brutalmente, diría, si eso no fuera un calificativo del todo humano- a otro ser, que, de lejos, no llegamos a distinguir. La escena impacta y repele, y el primer instinto es cruzar la calle y dejar que la naturaleza dirima el entuerto. Por fortuna, voy acompañada de mi hija Marina y su novio, Jerónimo, y él se anima a acercarse. El zorzal adulto se aleja (no mucho), y lo que queda, agonizando en el suelo, es un pichón. Inerte y desvalido, la cabeza magullada y sangrante, apenas respira.
Nos golpea el desconcierto: ¿cómo puede estar ocurriendo esto? ¿En qué cabeza entra? Todo lo que uno ha aprendido acerca del instinto paterno o materno, todos los preconceptos más confiables y queridos, zumban y hacen ruido en el espacio entre los tres, pidiendo razones. Aun así, la decisión es rápida: no parece haber muchas chances de salvarlo, pero a ninguno se le cruza la posibilidad de dejarlo. Lo traemos a casa, donde intentaremos, está claro, lo imposible.
Las preguntas se acallan ante otra fuerza más tangible, más sólida y anciana: el amor que despertó ese pichón, por el tiempo que estuvo, en nuestros corazones.
Las preguntas se acallan ante otra fuerza más tangible, más sólida y anciana: el amor que despertó ese pichón, por el tiempo que estuvo, en nuestros corazones.
Nos turnamos para tenerlo y darle calor y energía y cobijo. Su corazón se apacigua con el abrazo, apoya su cabecita en la curva de los dedos y parece descansar. Pero la herida es grave. Nos debatimos entre intentar desinfectarla o dejarlo en paz, el tiempo que pueda restarle. Marina, alma enérgica y optimista si las hay, apuesta por lo primero. Va a la cocina y prepara una infusión de plantas antisépticas: lavanda y clavo de olor. Brota en mi interior un aluvión de orgullo materno. Deja entibiar el agua florida, empapa una gasa del tamaño de una estampilla, y la coloca sobre la cabecita dañada. No parece molestarle. De pronto parece un viejito que se guarece del sol con un pañuelo a cuatro puntas, en un día de calor en la cancha. La imagen nos ablanda del todo, y el aroma de la lavanda nos devuelve, por un ratito, la ilusión del milagro.
Reflexiones:-
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Elisabeth dice:
7 diciembre, 2014a las13:00Gracias, hermoso articulo…
Mariela Doliani dice:
5 diciembre, 2014a las14:51…..si, es así….
Sara Graciela Parma dice:
30 noviembre, 2014a las15:08Gracias por tu artículo Fabiana, es asi.
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