Pese a los intentos del racionalismo, nuestra conciencia no deja de atestiguar la presencia del misterio. “Ante la intuición de lo divino, nos sentimos pequeños y a la vez gigantes, porque se desvanece la sensación de soledad y aislamiento, y nos reconocemos de golpe parte de un todo iluminado por el amor”. ¿Podemos recuperar hoy esta experiencia?

Templo de piedra en Stonehenge, Inglaterra.
De haber vivido en aquellos días, habrías saludado al sol que asoma entre las montañas con una reverencia. Apenas hubiera luz suficiente habrías salido a recoger frutos para el desayuno, y antes de arrancarlas de la rama, le habrías pedido permiso al árbol. A la hora de la caza, habrías participado en rituales expiatorios. Al dar muerte a la presa, hubieses derramado su sangre sobre la tierra, pidiendo que su energía brotara nuevamente en el cuerpo de otros animales. Al entregarte al sueño por la noche, las últimas palabras de tu boca habrían sido de alabanza. Alabanza y gratitud, para la fuente de esa riqueza que nutrió y acompañó cada instante de tu día.
Estos tiempos, que parecen tan lejanos, no lo son tanto. Una mirada amplia de la historia de la humanidad revela que la mayor parte de ella transcurrió en ese estado de conciencia que reconoce intuitivamente el valor de la vida, y celebra su fuente, como sea que la conciba. De esa primera reverencia instintiva nace luego un concepto, y un imperativo de actuar en consecuencia, al que –por ponerle un nombre- hemos dado por llamar “lo sagrado”.
Como toda palabra fundacional, esta ha sido usada de tantas distintas maneras, que a veces cuesta recordar qué significa verdaderamente. Todos entendemos cuando decimos que ciertas cosas “son sagradas”. Pero, ¿es lo mismo decir que “es sagrado” el recuerdo de los ancestros, la liturgia milenaria de una tradición, un momento de rezo o contemplación, y el día martes porque jugamos al tenis? Algo en esa secuencia desentona. No es que sea poco valioso el placer que nos brinda jugar al tenis. Pero al examinar más de cerca esa afirmación, podremos observar que ese día podría cambiar, y entonces pasaría a ser “sagrado” el lunes, jueves o viernes. Que ese deporte podría cansarnos, y entonces pasaría a ser “sagrado” el fútbol, el básket o el pingpong. Que podría acontecernos un accidente o una enfermedad que nos impidiese jugar deporte alguno. Y entonces habría que ir más hondo, y hallar la fuente de vitalidad y alegría que nos proveía el deporte en una dimensión más profunda de nuestro ser.
Desafortunadamente, hoy se le da poco espacio al costado mítico del hombre. Como resultado, hay mucho que se le escapa, ya que es importante y saludable poder hablar también de cosas incomprensibles.
Desafortunadamente, hoy se le da poco espacio al costado mítico del hombre. Como resultado, hay mucho que se le escapa, ya que es importante y saludable poder hablar también de cosas incomprensibles.
En última instancia, lo sagrado no sólo es sagrado por su valor inherente, sino por su condición de “esencial”. Tan esencial, de hecho, que aunque reconozcamos fácilmente la vivencia, definirla no es una tarea sencilla. Algunos eligen hablar lisa y llanamente de Dios. Otros prefieren rendir culto a la vida, la existencia, lo Absoluto, el Misterio, la verdad última e irreducible. Pero todos reconocemos el sentir cuando estamos en su presencia; nos provoca, ineludiblemente, asombro, y gratitud. Ante la intuición de lo divino, nos sentimos pequeños y a la vez gigantes, porque se desvanece por un momento la sensación de soledad y aislamiento, y nos reconocemos de golpe parte de un todo iluminado por el amor. Pertenecemos.
¿Por qué nos resulta tan esquiva hoy, esa vivencia que para nuestros ancestros fue tan natural como el sabor del agua? El racionalismo que se apoderó de nuestras sociedades allá por el siglo XVII dejó poco lugar para vivencias profundas e indefinibles; todo aquello no pasible de ser apresado en fórmulas o abarcado por el intelecto fue desterrado del olimpo intelectual dominante, y relegado a los templos, las iglesias, o la vida íntima de cada cual. El mundo natural, que hasta entonces brillaba con luz propia, devino en una serie de engranajes inanimados, y el hombre en el capataz de fábrica. El universo se había desalmado; lo sagrado languidecía en nuestros corazones.

Carl Gustav Jung
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