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Desnudos ante Dios

Hugo Mujica

Una imagen que «nos sitúa en la soledad de cada hombre en la soledad de Dios». El peligro de hacer de Dios un simple espejo donde nos miramos a nosotros mismos.

Del evangelio de Lucas (18, 9-14)
Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola: Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas”. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”. Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado.

La parábola que acabamos de escuchar nos sitúa en el lugar más esencial de la existencia humana,
en algo más hondo que la conciencia o que el corazón:
nos sitúa en la soledad de cada hombre en la soledad de Dios.

Allí, donde desnudamos no solo lo que somos,
también nos revestimos de lo que esperamos llegar a ser…
allí, en la intimidad más íntima,
en el lugar de la verdad y el lugar de la esperanza.

Allí, incluso allí, en nuestro orar, donde también, nos advierte Jesús,
nos solemos engañar,
donde podemos estar frente a un espejo aunque creamos estar frente a Dios.

Un fariseo y un publicano frente a Dios,
un justo y un pecador.

Nuestro fariseo no solo respetaba la ley sino que sobresalía, la superaba,
en todo parecía querer estar al cubierto,
estar seguro de cubrir cualquier margen,
toda duda sobre lo debido, todo escrúpulo sobre el deber.

Así todo quedaba pagado y, consecuentemente,
para nada necesitaba la gratuidad de Dios,
de un Dios que en sus cálculos parecería sobrar.

Un Dios justo a imagen de él, un Dios justo a quien todo se le puede pagar,
un Dios de la ley a quien se puede comprar,
a quien se lo puede sobornar.

Apenas a unos pasos “manteniendo la distancia” tenemos un publicano,
o, simple y llanamente, un hombre en su desnudez:
un pecador.

El pecador se sabe pecador,
no enumera méritos, pero tampoco pecados:
no se mira, no se demora en sí mismo.

No teniendo nada propio con lo que contar, cuenta con Dios.
No teniendo méritos, sabe que no merece compararse con los demás.

El pecador es pecador pero está allí:
no a pesar de su pecado sino precisamente por sus pecados; está allí, frente a Dios,
necesitando a Dios, abriéndose en él.

Está, permanece, sin exigir nada, sin contar consigo mismo,
sin compararsecon los demás,
sin hacer apología de lo que es o no es.

Es esa conciencia,
conciencia de la misericordia de Dios,
pero sin darla por descontada,
lo que hace que el pecador sea quien sale del templo justificado.

Para el justo, lo que cuenta es su justicia;
Dios es simple espejo sobre el que se refleja,
sobre el que mira su propia virtud, su tener,
aunque hable de dar.

Dios es el espejo frente al cual su monólogo no deja de decir “yo”:
el “te doy gracias, oh Dios”,
con que comenzó la oración,
no termina como una alabanza a Dios sino con el “gracias” por su propio yo,
el gracias que da por no ser como los demás hombres.

El fariseo dice “gracias” pero no dice “perdón”,
y una oración que no dice perdón,
el perdón que implica el conocimiento de sí,
no puede decir verdaderamente “gracias”,
el gracias que es el reconocimiento de la gratuidad del tú.

El fariseo se mide para dividirse, para elevarse y distanciarse.
Se eleva a sí mismo despreciando al otro,
al publicano.

El fariseo olvida que el mismo Dios que dijo “no roben” o “no forniquen”,
dijo también “no juzguen”.

El fariseo está frente a Dios pero alejado del prójimo,
lo aleja juzgándolo,
y alejando al prójimo se aleja él mismo de Dios.

Dos hombres subieron al templo, o entraron a misa,
uno baja justificado y el otro no.

El fariseo sale del templo sin saber que no fue justificado,
sale tan seguro de sí como entró,
sin saber ni sospechar que quedó excluido,
que se excluyó él mismo excluyendo al hermano,
separándose de él, juzgándolo.

Quizás al otro día vuelva al templo, quizás,
como nosotros,
mañana o el próximo domingo vuelva a misa,
quizás como nosotros se crea justificado por cumplir,
por obrar por deber, por pagar con limosnas, con dar sin salir de sí…

Ni el publicano ni el fariseo, ni ustedes ni yo,
sabremos hasta el último día,
cuando la muerte parta el espejo de la vida,
si buscamos a Dios o nos buscamos a nosotros mismos en él.

Lo que la parábola deja en claro
es que nadie puede comprar ni vender la salvación,
solo podemos pedirla,
pedirla con las palabras con que el pecador la recibió:
“Dios mío, ten compasión de mí que soy pecador”,

Ten compasión de mí: hazme compasivo hacia los demás.


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