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Acoger la debilidad

Hugo Mujica

“La debilidad es la fuerza que no se apoya en sí misma, la fuerza que quien se sabe dependiente, porque sabe entregarse, porque confía y cree en los otros”.


Del evangelio de Marcos (6, 1-6)
Jesús se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: “¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?” Y Jesús era para ellos un motivo de escándalo. Por eso les dijo: “Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa”. Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de sanar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y Él se asombraba de su falta de fe.

Todos, como Pablo, tenemos una espina clavada,
en todos nosotros se abre alguna herida,
todos tenemos algo que nos recuerda nuestra finitud,
que nos recuerda la muerte,
que nos urge a la conversión.

Pablo, en una de sus pocas confesiones personales,
nos dice lo que le dijo Jesús a él:
“Te basta mi gracia,
porque mi poder triunfa en la debilidad”.

La debilidad es la fuerza que no se apoya en sí misma,
la fuerza que quien se sabe dependiente,

pendiente como un niño se sabe de sus padres,
pendiente y confiado,
como quien no se crispa ni endurece sobre sí porque sabe entregarse,
porque confía y cree en los otros,
porque esa herida es apertura a la de los demás.

Sin esta dependencia, sin esta conciencia de finitud,
no hay religión, o mejor dicho, este sentimiento de dependencia
es la esencia anímica de la religión,
la conciencia de dependencia,
de no ser origen de sí mismo ni ser uno mismo el propio destino de sí mismo,

la conciencia de depender y pender de la vida que Dios nos da con cada latido, con cada inhalar;
la conciencia de que la vida que Dios nos da es la vida en la que él se nos da:
todo eso que llamamos gracia,
todo eso que tanto olvidamos de agradecer.

Por eso, solo en la impotencia extrema,
cuando ya no nos queda nada a lo que aferrarnos,
descubrimos que, soltándonos, no nos hundimos:
descubrimos que siempre habíamos estado sostenidos por Dios.

Por su lado, el evangelio nos pone ante una afirmación del Señor:
“Un profeta es despreciado solamente en su pueblo,
en su familia y en su casa”,

y agrega el evangelio que allí,
en medio de la incredulidad,
“no pudo hacer ningún milagro”.

Lo más evidente de esta afirmación es su negación:
nada familiar, nada doméstico,
nada cotidiano le parece a los hombres ser de Dios,

de un dios que solo lo identificamos con el poder,
un dios que no concebimos como debilidad,
como vaciamiento de sí,

como abismal identificación con nuestra condición mortal,
con nuestra vida que vivió y nuestra muerte que conoció.

Pareciera que solo atribuimos a Dios lo extraordinario, lo sensacional:
el milagro o el poder.

Y sin embargo la especificidad del cristianismo
es que la humanidad, la débil humanidad,
es el lugar que Dios eligió,
la debilidad de la carne viva que él encarnó,
la renuncia a todo poder,
hasta del poder divino del que al encarnarse se vació.

El cristianismo no es la religión de lo extraordinario o lo sensacional,
es la religión de lo pobre,
la de un pedazo de pan y un poco de vino sobre el altar,
la del pan partido con el necesitado que nos hace hermanos.

El cristianismo es saber que la historia humana es la profecía de Dios,
que la historia de cada día es historia de la salvación,
es saber que el nimio gesto de amor,
el de dar un vaso de agua a quien tiene sed
es ya resurrección.

Ser cristiano es saber que lo sagrado no está ni en la altura del cielo ni en la hondura del abismo,
no está ni más allá ni más aquí; está entre nosotros:

lo sagrado es el otro, es cada semejante,
es la debilidad de cada hombre y cada mujer
por el que se encarnó Jesús,
por el que Jesús mismo asumió la debilidad humana,
la realidad de ser hombre,
de depender de Dios y de los demás.

La debilidad es el lugar donde nos salva Dios,
la debilidad que abrazada, aceptada,
la debilidad en la que se regocijaba Pablo,
se torna docilidad,
barro otra vez dócil para ser modelado por Dios.

Solo la debilidad, el saberse inacabado, necesitado,
es apertura al otro, puede ser diálogo,
debe llegar a ser comunidad,

porque no es porque somos débiles que nos necesitamos,
sino que Dios nos hizo débiles para que nos necesitemos,

para que hagamos de nuestra finitud apertura,
de nuestra apertura acogimiento de la debilidad del que es mi semejante,
el que se asemeja a mí porque me necesita como yo lo necesito a él,
como ambos y todos necesitamos a Dios.


Hugo Mujica estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología. Tiene publicados más de veinte libros y numerosas antologías personales editadas en quince países; alguno de sus libros han sido publicados en inglés, francés, italiano, griego, portugués, búlgaro y esloveno.

www.hugomujica.com.ar


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