El dar desmedidamente a los demás descuidando las propias necesidades puede ser una forma inconsciente de egoísmo. Remedio para ello es sabernos necesitados y aceptar humildemente lo que se nos ofrece: “La gratitud, cuando la experimentamos en toda su plenitud, es un estado de ánimo que nos hace humildes y vulnerables, que brota de nuestra capacidad de ser auténticamente receptivos”. Artículo de Kristi Nelson, Directora Ejecutiva de A Network for Grateful Living (Una Red para Vivir Agradecidos).
En los años de mi adolescencia yo era una persona que no se cansaba de dar. “Da mucho, da temprano, da con frecuencia” era mi lema. Dar algo a los demás era para mí un pasatiempo, y empleba todas mis energías en perfeccionar el arte de adelantarme a las necesidades ajenas, apresurándome a satisfacer deseos apenas los percibía, dando más de la cuenta, y siempre aceptando menos de lo que se me ofrecía a cambio. No por nada muy pronto me encontré rodeada de gente que se aprovechaba de mi generosidad.
Este continuo dar a los demás me daba una cierta seguridad que yo desconocía hasta el momento, y que compensaba las miles de carencias emocionales inconscientes que me habían acompañado desde la niñez. Ser tenida por una persona generosa era una satisfacción que me brindaba una sensación de identidad personal, y que a la vez espantaba los fantasmas de la inseguridad y de la ansiedad. Al no estar convencida de ser una persona querible, el minimizar mis necesidades y ser necesitada por los demás fue una sustitución agradable.
Más adelante, al llegar a mis treinta años, la aparición repentina de un cáncer grado cuatro apagó dramáticamente mi faceta generosa. Cuando el cáncer hizo metástasis en la columna, quedé confinada a mi cama. Mis habilidades en el arte de la hospitalidad fueron marchitando. El desinterés que me caracterizaba desapareció, así como desaparecieron las personas que en otro tiempo se aprovechaban de mis dones. Acudieron a visitarme amigos de todos los puntos del país, sin yo poder siquiera sonreírles a causa de la morfina. Nunca había sido consciente de que el solo contacto visual era una profunda forma de generosidad… hasta que fui incapaz de ofrecerlo.
Los meses de convalescencia comenzaron a multiplicarse, al igual que los gastos económicos, y así mis recursos se agotaron. Para darme una mano, dos de mis amigas más cercanas escribieron una carta dirigida a mi comunidad, en la que pedían dinero para ayudar a pagar los gastos médicos y tratamientos complementarios. Familiares y amigos se turnaban para llevarme a los chequeos periódicos, para quedarse a dormir a mi lado cuando los efectos de la quimio lo hacían necesario, para lavar la ropa, limpiar la casa, cocinar, etc. Mis necesidades eran flagrantes e innegables y, para mi sorpresa, mucha gente acudió feliz en mi auxilio. Me vi envuelta en un torbellino de generosidad que jamás habría podido imaginar. Así, finalmente no tuve motivos, ni razones, ni deseos de resistirme a la generosidad ajena.
Fue en esos momentos de receptividad obligada en que tomé conciencia del poder que tiene la gratitud para cambiarnos la vida. Al abrir el corazón, solo pude sentirme agradecida. Al ser arrancada de mis mecanismos de autoprotección, fui capaz de percibir y recibir el amor y el cuidado de aquellos que vinieron en mi ayuda. No podía creer lo bien que me sentía, y no solo por mí: era evidente que quienes me rodeaban se sentían felices de tener la oportunidad de darme una mano y de hacer algo valioso.
Yo necesitaba dar, pero el mayor don que podría haber ofrecido era permitirles a otros estar también en la posición del que da.
Yo necesitaba dar, pero el mayor don que podría haber ofrecido era permitirles a otros estar también en la posición del que da.
De este modo aprendí una de las lecciones más importantes de mi vida: la generosidad a costa de la receptividad puede ser increíblemente egoísta. Al esforzarme por socorrer ostensiblemente las necesidades de los demás descuidando al mismo tiempo las mías, en realidad lo que hacía era acaparar toda la atención, y así privaba a mis seres queridos de la enorme gratificación que proviene del ser generosos, del sentir que lo que uno da es apreciado, para luego colocarse en el extremo receptivo de la gratitud. Yo necesitaba dar, pero el mayor don que podría haber ofrecido era permitirles a otros estar también en la posición del que da. El darme cuenta de esto hizo ponerme al mismo nivel de los demás, y me cambió la vida.
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Mario Oviedo dice:
7 octubre, 2020a las12:31Gracias por compartir su vivencia, y sí, la gratitud crea un lazo con la vida misma, y nos acerca a la humildad.
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