“La Alegría es una cualidad del espíritu que debe ser vivida por alguien en esta tierra, como el Amor; y que, como el Amor, requiere disposición a darle cabida y a cuidarla… Necesitamos tomar la antorcha de la alegría”.
Siempre me gustaron las profundidades. Pero me equivoqué. Les cuento: en mi adolescencia, mientras otros gustaban de ir a bailar, hacerse bromas, reír despreocupadamente, yo definí mi identidad arrinconándome en el lugar de los melancólicos; éramos pocos y solitarios, leíamos a Herman Hesse, fruncíamos el ceño y desestimábamos el jolgorio del mundo. Tengo que decirlo: fue demasiado. Demasiada seriedad, demasiado escepticismo sobre lo que ese mundo ofrecía, y una confusión radical: creer que para vivir desde la espiritualidad y la hondura había que descartar la alegría como si fuera algo trivial. Un día, con sólo dos versos, la querida María Elena Walsh me despabiló: “No es lo mismo ser profundo / que haberse venido abajo”. ¡Mi identidad trabajosamente construida desde precoces solemnidades quedó desarticulada! ¿Y la alegría? Es cierto, María Elena: yo estaba equivocada.
La profundidad y la alegría necesitan ir de la mano. Por eso el poeta Eduardo Galeano, con grata contundencia, nos mira a los ojos y nos dice: “Se necesita coraje para la alegría, porque a la pena estamos acostumbrados”. ¿O sea, Don Galeano, que no sólo es bueno darle espacio a la alegría sino… conquistarla? “Defender la alegría, como una trinchera”, proclama Mario Benedetti… “Está bien” -me dije-, “ya comprendí: abriré mi ventana para que la alegría se pose; y no sólo eso: pondré señuelos para invitarla a anidar en mí.”
Es una bella obligación existencial cultivarla, pues la alegría tiene que ver con el vigor de lo Invisible obrando sobre lo visible.
Es una bella obligación existencial cultivarla, pues la alegría tiene que ver con el vigor de lo Invisible obrando sobre lo visible.
Muchos años pasaron desde aquellos tiempos. Hoy sé poca cosa más, pero sé esto: que la Alegría es una cualidad del espíritu que debe ser vivida por alguien en esta tierra, como el Amor; y que, como el Amor, requiere disposición a darle cabida y a cuidarla. Cuidarla de nuestro exceso de seriedad, de la autoexigencia, de las tristezas legítimas e ilegítimas, de la seudo- alegría prefabricada… Necesitamos tomar la antorcha de la alegría, preservada aún por los más sufrientes que nos precedieron. ¿Quién, sino nosotros?