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¿Qué debemos hacer?

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Hugo Mujica

¿Qué debemos hacer? La pregunta a Juan el Bautista es la pregunta que todos nos hacemos. La respuesta es tan simple como frecuentemente olvidada: el lugar del encuentro con Dios y de la propia realización es lo cotidiano.


Del evangelio de Lucas (3, 2b-3. 10-18)
Dios dirigió su palabra a Juan Bautista, el hijo de Zacarías, que estaba en el desierto. Este comenzó a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. La gente le preguntaba: “¿Qué debemos hacer entonces?”. Él les respondía: “El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto”. Algunos publicanos vinieron también a hacerse bautizar y le preguntaron: “Maestro, ¿qué debemos hacer?”. Él les respondió: “No exijan más de lo estipulado”. A su vez, unos soldados le preguntaron: “Y nosotros, ¿qué debemos hacer?”. Juan les respondió: “No extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo”. Como el pueblo estaba a la expectativa y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías, él tomó la palabra y les dijo a todos: “Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene en su mano la horquilla para limpiar su era y recoger el trigo en su granero. Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible”. Y por medio de muchas otras exhortaciones, anunciaba al pueblo la Buena Noticia.

¿Qué debemos hacer?
Es la pregunta que le hacen a Juan el Bautista;
después se la harán a Jesús, después,
creo que todos y cada sacerdote la escuchó,

una pregunta que busca una respuesta, quizás,
que pueda dar un sentido a la vida,
que pueda hacerla más vivible,

un pregunta que pregunta sobre cómo crecer,
o más aún, cómo seguir naciendo;
pregunta sobre cómo obrar acorde
con la voluntad de Dios,
cómo escuchar al propio corazón.

Ahora, y al igual que cuando se la hagan a Jesús,
cuando el joven rico, por ejemplo,
le pregunte qué hacer para entrar en el reino de Dios,
el que Juan el Bautista comienza a anunciar,
la respuesta será, al menos ahora,
al menos a nosotros, desconcertante:

podríamos decir que nos desilusiona,
desencanta nuestras fantasías ascéticas, nuestras especulaciones teológicas,
nuestras aspiraciones místicas;
nos desencanta esta respuesta
como nos desencanta el juicio final,
cuando, dirá Jesús,
todo lo que estaba en juego era la cotidianidad
de un vaso de agua,
de una visita a un preso o a la cama de un enfermo.

Algo tan cotidiano que ni siquiera los que lo hicieron sabían que se lo hacían a Dios,
sabían que ponían en juego su salvación definitiva,
que la vida estaba siendo juzgada en cada acto,
en cada nimiedad.

No sabían que es en lo inaparente donde aparece Dios,
que lo pequeño es la medida de la grandeza final,
que el otro, el más necesitado de ellos,
es el lugar donde nos da cita Dios.

La respuesta que Juan el Bautista
da a la pregunta por la conversión,
como la que dará Jesús sobre la salvación,
es tan concreta como insoslayable:

es la justicia, es decir, el derecho del otro,
el derecho humano que para ser cristiano debe ser en primer lugar del otro y no mío,
debo darlo y no pedirlo.

“El que tenga dos túnicas, dos sacos, dos abrigos, dé una al que no tiene;
y el que tenga qué comer, haga lo mismo: dé”.

Es decir, partir el pan, el del abrigo, el de la mesa,
el de la vida. Partir y compartir,
partirse para darse, darse hasta partirse.
Abrirse para salvarse:
para que entre Dios.

Juan el Bautista sigue, agrega a lo que ellos sabían,
lo que todo hombre sabe,
lo que tantas veces preguntamos para demorar el obrar:

“no exijan más de lo estipulado”, es decir, no roben, por derecha o por izquierda;
aunque la legalidad la ampare, la usura roba,
la injusticia hiere y asesina,
aunque la avale la ley.

“No extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtese con su sueldo”.
Simplemente no ambicionar, simplemente no mentir, simplemente agradecer…

Ni Juan el Bautista ni Jesús hablan de religión, de normas, de ritos:
hablan de amor, de solidaridad, de lo que al otro le debemos:
lo que el otro merece tener.

Es simple y abismal,
tan simple y abismal como el misterio que nos preparamos a recibir,
que en un pedazo de pan esté vivo Dios,
y esté para seguir prodigándose,
para seguir siendo la entrega que es su propio ser.

Simple y abismal como el nacimiento de Dios en un pesebre
–o en una villa o bajo un puente,
para decirlo en lenguaje de hoy–.

De un Dios que se hizo carne, no solo encarnado en sí:
sino de un Dios desde entonces expuesto en la carne de los demás.
De un Dios en carne viva,
de un Dios que nos pide nacer.


Hugo Mujica estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología. Tiene publicados más de veinte libros y numerosas antologías personales editadas en quince países; alguno de sus libros han sido publicados en inglés, francés, italiano, griego, portugués, búlgaro, esloveno, rumano y hebreo.

www.hugomujica.com.ar

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