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Valor que nace de la fe

Hugo Mujica

“La fe nos muestra un puente donde se abre bajo nuestros pies un precipicio, nos da apoyo para saltar cuando nos enfrentamos con un muro, nos señala un atajo donde solo vemos un callejón sin salida”.


Del evangelio de Marcos (4, 35-41)
Un día, al atardecer, Jesús dijo a sus discípulos: “Crucemos a la otra orilla”. Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron en la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa durmiendo sobre el cabezal. Lo despertaron y le dijeron: “¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?”. Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: “¡Silencio! ¡Cállate!”. El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: “¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?”. Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”

“¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?”,
acabamos de escuchar la pregunta que nos hace Jesús.

No es la primera vez que Jesús contrapone el miedo a la fe, ni será la última:

los evangelios de Lucas y Juan, relatando los días siguientes a la resurrección de Jesús, nos describen a los discípulos con las puertas cerradas, encerrados en un lugar por miedo a los judíos…

Jesús nos habla como si lo opuesto a la fe no fuese la incredulidad sino el miedo, el temor,

y en esos mismos relatos nos dan la imagen más patente del miedo: el encierro,
el encierro en la propia comunidad,
el encierro en la propia fe,
el encierro en uno mismo.

El miedo más prístino, el miedo más niño,
es el miedo a la oscuridad,

lo que no vemos, lo que no conocemos,
lo que por no conocer no podemos controlar nos asusta.
Ante ello nos detenemos, nos replegamos,
nos quedamos donde estamos, no nos movemos
de lo conocido, de lo controlable:
de nosotros mismos y nada más que nosotros.

El miedo, como imagen, experiencia y realidad,
es esa fuerza, ese peso, que nos paraliza,
esa falta de confianza en lo desconocido que no nos deja avanzar.

Pero si la oscuridad es el miedo más prístino, más niño,
la confianza hacia el padre o la madre,
la fe en ellos, es lo más originario de la fe:
es la confianza que teológicamente se llama fe.

Si la imagen del miedo son las puertas cerradas,
el encierro de quien no confía,
de quien no cree más allá de sí, no osa salir de sí,
la de la confianza es una puerta abierta,
es el más allá de sí.

Porque la fe, la que vence el miedo,
vence la cobardía,
es el coraje de aceptar la duda, incluso el miedo,
pero tenerlo sin que nos tenga.
La fe es soltarse y por eso es liberación,
es también entregarse más allá del propio saber y el propio poder, y por eso es trascender.

La fe nos muestra un puente donde se abre bajo nuestros pies un precipicio,
nos da apoyo para saltar cuando nos enfrentamos con un muro,
nos señala un atajo donde solo vemos un callejón sin salida.

Nos dice, cuando nos enfrentamos con nosotros mismos,
que somos aceptados a pesar de nuestra inaceptabilidad,
a pesar de nuestras cobardías,
a pesar de las puertas que no hemos abierto aún.

La fe, humana y divinamente hablando,
es saber que hay otro, y ese otro
está ahí, para acogernos, para contenernos.

Tener fe es saber que cuando avanzamos hacia lo imposible estamos recorriendo la posibilidad de Dios,
tener fe es ese mismo avanzar,
esa misma entrega.

Y sin embargo podemos encerarnos también en la fe,
y solemos hacerlo;
hacer de la fe la justificación del miedo a vivir,
tratar de salvar la vida no viviéndola,
no arriesgándola, no creándola.

Solemos hacerlo llamando contemplación a la renuncia del compromiso con la historia,
con el realismo de la encarnación.

Podemos hacer de la fe, usar la fe,
para llamar obediencia a la renuncia de buscar la libertad de los hijos de Dios.

Es fácil decir “creo”, “tengo fe en Dios”;
lo difícil, lo real, es vivir lo que Dios cree y espera de nosotros, lo que Jesús encarnó.

Porque también Dios tiene fe,
y la fe de Dios somos cada uno de nosotros,
la fe de Dios, su riesgo, su creer en nosotros,
fue crearnos libres.

La libertad que Dios nos dio
desde la que nos creó y para la que nos creó
esa es la fe de Dios en nosotros,

darnos la libertad de elegir es la fe de Dios sobre nosotros,
y también somos su esperanza,
la esperanza que elijamos el amor que nos expande
y no el miedo que nos repliega…

Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar:
“¡silencio! ¡cállate!”
El viento se aplacó y sobrevino una gran calma.
Después les dijo:
“¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?”.

En algún momento, en esos de una gran calma,
cada uno de nosotros deberíamos preguntarnos
si nuestra fe es miedo a la vida o coraje de vivirla,
dando la vida como la vivió Jesús.


Hugo Mujica estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología. Tiene publicados más de veinte libros y numerosas antologías personales editadas en quince países; alguno de sus libros han sido publicados en inglés, francés, italiano, griego, portugués, búlgaro y esloveno.

www.hugomujica.com.ar

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