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Vínculos y proyecciones: ¿Veo realmente al otro?

Virginia Gawel

Aprovechemos este tiempo para conocer mejor a quienes nos rodean, dejando de lado preconceptos y proyecciones.



No voy a hablar de zoología, sino de los vínculos humanos como camino psicoespiritual. (Aunque, nunca debemos olvidarnos, nosotros también somos animales mamíferos… ¡y no siempre nos movemos en base a las zonas del cerebro que nos diferencian respecto del resto de nuestros “colegas” del Reino Animal!)

Aclaré lo primero porque comenzaré diciendo que vivo en una casa que tiene una pérgola en la cual gustan de anidar las pequeñas palomas torcazas para tener cría. Durante tres años vi desplegarse ese proceso, desde la construcción del nido hasta el volar de los dos pichones, muchas, muchas veces… Y siempre me daba pena ver a “la pobre paloma” incubando los huevecillos sola; más tarde siendo ella sola la que alimentaba a los hijos, yendo y viniendo… ¿Y el palomo? En el fondo, ¡me daba también indignación! Hasta que me pregunté si la realidad que percibía sería… real. Investigué, y terminé averiguando que la abnegada madre que yo veía día tras día, generación tras generación, era… ¡el padre! Sí: aprendí que las palomas torcazas son monógamas, y un hermoso ejemplo de convivencia en equipo. Durante el día, el macho empolla los huevos o alimenta a los pichones mientras la hembra puede desplegar sus alas, traer a veces algún alimento, y recién durante la noche es que la hembra quien duerme en el nido, guarecida del frío y de los posibles depredadores nocturnos, mientras el macho se mantiene cerca, no visible.

Esto que cuento es, por un lado, un claro ejemplo de cómo prejuzgamos lo que percibimos según nuestras proyecciones internas (en este caso, posiblemente tantos años como terapeuta escuchando, muy frecuentemente, a mujeres que habían criado a sus hijos con mucha ausencia de su pareja, o hijos que habían tenido marcada falta de cobijo paterno). Todo prejuicio, toda proyección, solo puede despejarse tal como en esta historia: investigando si es real mi realidad, constatándola desapegadamente.

A veces nos llamamos “familia”, “pareja”, “amigos”… pero en verdad no nos estamos vinculando con el verdadero “otro”, sino con la idea que yo me he hecho de ese otro.

En la historia que cuento, lo proyectado fue un prejuicio transportado de otra área de experiencia. Y eso no es raro que suceda en nuestros vínculos: que transfiramos a quien hoy está en una relación con nosotros los guiones emocionales que pertenecen a películas filmadas en relaciones anteriores. Poder ejercer una atención observante que permita discernir esa porción de pasado proyectada en el presente puede ser crucial. A veces, en ese presente no hay ni rastros que pudieran ser similares a aquel pasado. Otras, sí, pero la emoción y el bagaje conceptual que le depositamos al presente es tan marcadamente exagerado… que al menos necesitaríamos pedir disculpas por el 60% excedente, que generara la distorsión perceptual o la sobrerreacción emocional.

Otras veces el prejuicio actúa anestesiando nuestra capacidad de percibir la actualidad del otro (y al otro la nuestra). Recientes estudios neurocientíficos han mostrado que, por ejemplo, matrimonios con más de 40 años de convivencia conocían menos las preferencias actuales de su compañero o compañera comparados con parejas con unos 5 años de estar juntos, con vínculos constituidos en la madurez. ¿Por qué? Por lo mismo que me habría dejado en total ignorancia respecto de las palomas: dar por conocido a lo que tenemos enfrente. En el caso de cualquier vínculo de mucho tiempo, inconscientemente estamos poniendo al otro en el lugar en que pondríamos a un objeto inanimado: una mesa, que a los diez años es la misma mesa (aunque más vieja) y a los veinte la misma. Pero sucede que los humanos no sólo no somos objetos: somos procesos. Estamos en permanente cambio.

Hasta la proyección de la estructura que implica un rol puede ser, en ese sentido, un impedimento para lograr mutuo conocimiento: en algún momento, precisamos dejar de considerar al otro como “mi hijo”, “mi padre”, “mi pareja”, “mi hermana”. Suspender esa etiqueta permite preguntarle, mirarlo, escucharlo… Solo así se logra intimidad. Y nos podemos llevar muchas sorpresas. Tal como la que yo me llevé investigando la realidad de las palomas…

Este tiempo tan único que transita nuestra especie puede convertir los vínculos en un campo fértil donde hacer hallazgos: hallar a personas desconocidas entre las que creíamos más familiares; hallar que somos distintos a medida que vemos distinto al otro porque lo vamos conociendo; hallar que el otro también tenía una imagen distorsionada, antigua o incompleta de nosotros. A veces nos llamamos “familia”, “pareja”, “amigos”… pero en verdad no nos estamos vinculando con el verdadero “otro”, sino con la idea que yo me he hecho de ese otro. Quizás haya una razón muy profunda para que, entre 7.500 millones de personas, sean esas y no otras las que están en tu vida. Bien vale que tomes este tiempo como un gran experimento. Un experimento del cual podríamos salir aprendiendo mucho unos de otros. Y amándonos mejor.

Virginia Gawel


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