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Inconmensurable entrega

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Hugo Mujica

La muerte de Jesús nos muestra la radicalidad de la encarnación, que desciende al abismo de nuestra finitud. “Desde entonces el dolor humano tiene sentido. En el dolor, como en la muerte, está también Dios, un Dios tan humano que sufrió y que murió”.



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Hoy sabemos, y debemos alegrarnos,
que hay muchos caminos hacia Dios, y que ninguno de ellos lo agota.
Hoy sabemos que Dios es Dios y que desborda cualquier cauce,
cualquier y todo concepto con que lo quisiéramos abarcar,
toda imagen en las que nos quisiéramos reflejar.

Desde que el hombre se erigió sobre sus dos piernas,
desde que se encontró rodeado por una inmensidad que llamó infinito, por un cosmos que vio lleno de leyes, de repeticiones,
de día y noche, de invierno y verano, y supo, intuyó, que algo superior lo abarcaba y envolvía, algo que mucho después llamó Dios.

Otras culturas, otras intuiciones, miraron hacia abajo, hacia la tierra de cuyo polvo nacieron, la tierra a la que ese polvo regresa, la tierra, madre y Diosa, que da sus frutos, que entrega su don. Y llamó a esa tierra madre, madre y divinidad.

Fue el pueblo judío el que vio que no solo en lo alto y lo bajo, en el infinito raigal y oscuro de la tierra o en el estrellado celestial obraba un Dios; fue el pueblo hebreo el que vio que su propia historia sobrepasaba su poder humano, entendió que era Dios quien la guiaba, quien la conducía hacia él.

Y en medio de ese pueblo, finalmente, cuando un joven rabino moría clavado y escupido en una cruz y hacía de esa muerte una entrega y un perdón, descubrió que el corazón de ese hombre era el mismo y único corazón de Dios.

Así, del cosmos a la tierra, de la tierra a la historia y de ella a cada corazón humano, fuimos descubriendo la creación entera como el camino de Dios hacia los hombres, descubrimos que somos la sed de Dios. Que nos creó para ser en nosotros, en nosotros que somos en él.

Hoy, viernes santo, nos adentramos hacia la radicalidad de la encarnación de Dios, hoy Dios desciende hacia el abismo mismo de nuestra finitud, hoy Dios conoce nuestra muerte: hoy murió él.

Por eso en Cristo se revela el lugar que ningún Dios, ninguna imagen o intuición de él, mítica o religiosa, había imaginado a Dios: colgado de una cruz, sepultado bajo una lápida… mortal.

Desde entonces el dolor humano,
en ese mismo dolor y no solo superándolo, tiene sentido.
En él, como en la muerte, está también Dios,
un Dios humano, tan humano que sufrió y que murió.
Un Dios, como nos enseñó Pablo: que en su despojo de sí, en su kénosis, se vació de su divinidad.

Porque la cruz, la que ponderamos hoy, es muerte y no mero dolor,
y no deberíamos apurarnos a agregar: “para la resurrección”,
no deberíamos apresurarnos ha hacer de la muerte una inversión,
a ponerle un “para”, como si solo fuese un paso hacia otra cosa,
un uso, una utilidad.

Porque Jesús no murió “para” resucitar, no se entregó para recobrarse, para invertir,
se entregó, se entregó sin más…
Sin porqué ni para qué, como se entrega el amor cuando se entrega por lo otros y no por lo que de los otros esperamos recibir,
como se entrega la fe que nos mueve y trasciende
cuando nos saca de nuestro yo, cuando se desborda compasión.

Jesús murió en la cruz y hoy está en su sepulcro,
en el vacío de la vida, en la noche de lo sin latido,
por eso no hay misa, ni carne ni sangre de Dios,
por eso hoy deberíamos pensar cómo sería la vida sin Dios,
y debemos pensar, confesar, cuánto de su vida no encuentra carne en nosotros para entregarse, cuánto de esa vida está aún bajo la lápida de la dureza de nuestro corazón.

Dios no está; él, a quien damos por descontado, quien ha dejado de ser un milagro, él que ya es una costumbre, hoy, él, no está.

Sí, Jesús se entregó hoy a la muerte, y Jesús, el verbo de Dios, no se conjuga conjugando su propio nombre, su propio ser Dios, se conjuga en ese verbo: entregarse, despojarse de sí.
Pasado, presente y futuro: darse, darse para ser.

Jesús se entrega a la muerte, da el salto de la fe cuando es absoluta,
cuando es una fe sin esperanza, cuando no es un calcular.

No salta como un trapecista que sabe que otro trapecio le saldrá al encuentro,
no espera que, como lo tentó satanás, una legión de ángeles lo iba a sostener,
no, simple y abismalmente saltó,
Jesús, hombre y Dios, Dios y hombre, carne viva de Dios,
se entrega a la muerte, muere en la cruz, salta sin red.

Como hombre muere abandonado por Dios: Eloi, Eloi, lamá sabactaní,
y como Dios muere abandonado por los hombres: tres veces lo negó Pedro en nombre de todos nosotros;
trescientas veces tres lo seguimos negando en cada gesto que no es amor.

Y en medio de ese abandono entrega todo lo que es,
entrega su espíritu,
en ese absoluto misterio y a ese absoluto abandono se abandona él.

Porque el misterio de la cruz, la sangre derramada y el pecho lacerado,
no es dolor padecido: es la vida ofrecida,
y ese gesto, el gesto de la entrega, ese es el espíritu que entrega,
es espíritu encarnado en ese gesto,
porque el espíritu no es sino eso: la posibilidad de continuar su entrega, o simplemente la gracia de llegar a amar.

Jesús entrega la vida a la muerte y el espíritu a la vida.
Esa entrega entrega amor,
porque el amor no es algo que se tiene o no se tiene depositado en algún rincón de nuestro interior;
el amor acontece, brota desde la nada, desde donde nos creó Dios,
brota y nace en cada gesto con que nos entregamos,
cada vez que desde nosotros dejamos entregarse a Dios.
Cada vez que en esa entrega volvemos a nacer,
lo volvemos a encarnar.

Es, fue y será esa inconmensurable entrega,
esa entrega que no limitó ni la vida misma,
que no limitó ni siquiera el infierno al cual también descendió,
esa entrega que sigue viviente ahora,
lo que llamamos resurrección, la que nació en la cruz,
la que desde ella sigue viviente hoy,
porque allí, en esa cruz, desde esa muerte,
en ese sepulcro, se abrió la eternidad.

Dios no está: Dios es, y ese, su ser, es también nuestra vida;
cada uno de nosotros somos lo que le está pasando ahora a Dios,
somos el espacio, el hueco, único e intransferible, donde él puede ser lo que nunca antes había sido, lo que no volverá a ser,
cada vida puede ser suya, cada muerte también.

Somos, hoy, en un hoy que es cada instante, llamados a llevar la cruz a imagen de Cristo, a imagen del amor que nos dejó, del espíritu de entrega que nos entregó.
Esa entrega es su gracia, ese su don: el don del sentido de todo dolor, del sentido que abarca la vida y la muerte, cuando se lo vive,
cuando se elige el amor,

la gracia, en definitiva, para poder salir de nosotros mismos, que es la forma de dejar entrar en nosotros a Dios, que podamos ir hacia los otros, que es nuestra manera de ir a él,
la gracia para que lleguemos, amando,
a transfigurar la pasión en compasión, nuestro yo en un nosotros,
nuestra insignificante vida en entrega, hasta que esa entrega se dilate eternamente en resurrección.


Hugo Mujica estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología. Tiene publicados más de veinte libros y numerosas antologías personales editadas en quince países; alguno de sus libros han sido publicados en inglés, francés, italiano, griego, portugués, búlgaro, esloveno, rumano y hebreo.

www.hugomujica.com.ar

Reflexiones:

  1. REPLY
    july dice:

    Me encantó la reflexion. Dios es entrega verdadera y vida eterna. Felices los q nacimos en esta fe. Bendiciones

  2. REPLY
    MARIA LUISA SORDI de MATICH dice:

    Maravillosa reflexión, profunda y esperanzadora……Gracias al sacerdote, al poeta, alhombre hermano !

  3. REPLY
    silvia dice:

    te quiero Hugo Mujica, que reflexión hermosa, no tengo palabras…. que maravilloso que expreses lo que a veces no puedo ni sé decir, pero lo siento tan parecido! esa cruz que no pesa tanto cuando otro ayuda a llevarla , gracias Hugo Mujica

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