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La pulsión del amor

Hugo Mujica

La pulsión del amor debe vencer a la pulsión del egoísmo, el cual puede esconderse también bajo nuestras prácticas espirituales.


Del evangelio de Juan (2, 13-25)
Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: “Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio”. Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá. Entonces los judíos le preguntaron: “¿Qué signo nos das para obrar así?”. Jesús les respondió: “Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar”. Los judíos le dijeron: “Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?”. Pero él se refería al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado. Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: él sabía lo que hay en el interior del hombre.

En cada uno de nosotros, constitutivamente,
luchan dos principios antagónicos:
cerrar la vida en el propio yo,
o desapropiarse del yo abriéndolo a la vida.

Son el flujo y reflujo de cada vida,
es el combate donde se juega nuestra libertad,
donde se concretan nuestras opciones.

Biológicamente, corporalmente,
la pulsión inscripta en nosotros es la de conservar la vida: salir para cazar,
salir para volver con el alimento;

es el movimiento desde lo otro hacia sí,
es el cerrarse en lo propio, guardar, conservar;
es la dimensión del animal que también somos.

Pero no ya biológica, sino humanamente,
para llegar a humanizarnos, hay que salir de sí,
abrir la vida,
llevar lo propio hacia los otros: dar.

Si vence el egoísmo innato en lo biológico,
vence la avaricia de hacer de mi propia vida algo propio, una propiedad, un yo-para-mí,
que termina siendo también el-otro-para mí,
el mundo hacia mí.

Si vence la generosidad, la vida se abre, se trasciende,
es el ser-para-el-otro, es la bondad, es el amor.

Esa es la dialéctica de la vida,
eso es el llegar a amar.

Pero hoy se nos advierte, se nos pide algo más:
no hacer del bien una propiedad,
una posesión,
otra forma de cerrazón.

“No hagan de la casa de mi padre una cueva de ladrones”,
y quien lo dice es Jesús, quien sabe,
nos dice el evangelio,
“lo que hay en el interior del hombre”.

y Jesús nos habla, en un nivel más personal, más singular,
en no hacer de la religión,
de la espiritualidad, un comercio con Dios.

Nos habla de dar sin esperar,
habla de dar, no de invertir.

Dar, no para algo; dar por alguien:
simplemente por y para quien necesite frente a mí,
dar a quien me elige, ni siquiera elegir.

Creo que algo de esto es el símbolo de los cambistas del templo:
cambian billetes por moneda y se quedan con la ganancia,

como quien cambia obras de caridad por méritos y espera quedarse con el cielo,
quien suma oraciones,
quien lleva cuentas de sus méritos…

Los evangelios, los dichos y hechos de la vida de Jesús
están llenos de esta misma advertencia:

“Que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha”:
es decir, dar sin mirarse dando,
dar sin contar, sin calcular, sin comerciar.

No otra cosa es la parábola del buen samaritano,
quien obra por amor a un extranjero en raza y religión;
ni siquiera a un semejante,
ni siquiera a quien lo refleja a él.

No da para pagar y sacarse de encima la culpa o el cumplimiento del deber:
deja al enfermo en la hospedería, y aclara,
mañana volveré, lo que gaste de más lo pagaré…

Es, nada menos, que la incondicionalidad abierta,
es el amor, es no medir.

Es el amor que encuentra su recompensar en amar,
no en invertir para un después.

No otra es la enseñanza de la parábola del juicio final:
los que hacían el bien ni lo hacían por Jesús ni por Dios,
lo hacían por el semejante:
“¿Cuándo te dimos un vaso de agua…
cuándo te visitamos…?”

Ellos, tampoco ellos estaban invirtiendo,
estaban capitalizando,
estaban simplemete dando.

Es el gesto del verdadero amor,
el que se conmueve por el otro aunque el bien del otro no lo tenga en cuenta,
el que busca la felicidad de quien ama aunque esa felicidad no lo incluya,
es el amor de la generosidad, es el olvido de sí.

Así vivió Jesús, sin especular, sin calcular.
Jesús no esperaba ninguna recompensa, nada,
estaba amando porque esa es su naturaleza,
porque el amor es Dios.

Jesús no podía esperar nada que supere a lo que dejó,
nada de lo que pudiera tener sobre la tierra no lo había tenido ya en el cielo, en su divinidad,

Nada de lo que tenía era para sí;
por eso hasta de su divinidad se despojó,
por eso hasta su propia vida humana entregó.


Hugo Mujica estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología. Tiene publicados más de veinte libros y numerosas antologías personales editadas en quince países; alguno de sus libros han sido publicados en inglés, francés, italiano, griego, portugués, búlgaro, esloveno, rumano y hebreo.

www.hugomujica.com.ar

Reflexiones:

  1. REPLY
    María Elena jaramillo dice:

    Bellísimo mensaje. Gracias!

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