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Una reverencia profunda

David Steindl-Rast

El hermano David Steindl-Rast analiza el gesto de la gratitud, y nos propone elevarnos desde el plano humano a la gratitud trascendente, al encuentro del Dios que es Dador, Receptor y Don. “Allí radica nuestra humana responsabilidad: la de encontrarle un sentido a nuestro paso por este mundo; la de celebrar el sentido de nuestra vida mediante el gesto de la gratitud”.


Eido Shimano

“La gente suele preguntarme cómo respondemos los budistas a la pregunta ‘¿Existe Dios?’ El otro día iba caminando junto a la orilla del río. Soplaba el viento, y de pronto pensé: ‘¡Oh! El aire realmente existe’. Sabemos que el aire está allí, pero a menos que el viento sople en nuestro rostro, no lo percibimos. En ese momento, al soplar el viento, fui consciente de que el aire existía. Lo mismo el sol: de repente me percaté del sol brillando entre los árboles; su luz, su calor. Un don completamente gratuito y a nuestra disposición para que lo disfrutemos. Sin pensarlo, de forma totalmente espontánea, junté mis manos, y me dí cuenta de que estaba haciendo una reverencia. Comprendí que eso es todo lo que importa: que podamos hacer una reverencia, una reverencia profunda. Solo eso. Solo eso”.

Rev. Eido Shimano

Si fuéramos capaces de sentir en todo momento esta gratitud fundamental, no habría necesidad de hablar de ella, y muchos de los conflictos que dividen a nuestro mundo se resolverían definitivamente. Pero dada la situación actual, el hablar de la gratitud puede ayudarnos a reconocer esos momentos de agradecimiento espontáneo, y darnos la valentía para sumergirnos en las profundidades que se esconden detrás de la gratitud.

Podemos comenzar preguntándonos: ¿Qué ocurre cuando espontáneamente nos sentimos agradecidos? (Quiero referirme aquí a este fenómeno concreto, no a la noción abstracta de gratitud). Ante todo, experimentamos un gran gozo. El gozo está ciertamente en la base de la gratitud, pero se trata de un gozo particular: es un gozo recibido de otra persona. Al gozo se le añade este notable “plus” apenas notamos que nuestro goce proviene de otro; necesariamente, de otra persona.

Puedo agasajarme a mí mismo preparándome una comida deliciosa; sin embargo, la alegría que esa comida me produce no tiene comparación con el gozo que siento cuando otra persona me agasaja con una comida, incluso en el caso de que no sea tan deliciosa como la que yo mismo preparo. Puedo agasajarme a mí mismo, pero por más acrobacias mentales que haga, no puedo agradecerme a mí mismo. En esto radica la diferencia entre la felicidad que da origen a la gratitud y cualquier otra felicidad.

La gratitud se refiere a un “otro”; más concretamente, a otra persona. No podemos, en el pleno sentido de la palabra, agradecerles a las cosas o a poderes impersonales como la vida o la naturaleza, a menos que las entendamos, siquiera confusamente, como realidades implícitamente personales, o meta-personales, si se quiere.

En el momento en que explícitamente excluimos la noción de persona, la gratitud cesa. ¿Por qué? Porque la gratitud implica que el don que recibo me es dado gratuitamente, y aquello que es capaz de hacerme un favor es, por definición, una persona.

La gratitud surge de una intuición: de reconocer que hemos recibido un bien de parte de otra persona, y que ese bien se nos da gratuitamente y como un favor.

Un gozo, incluso el gozo que nos produce otra persona, no nos hace sentir agradecidos a menos que ese gozo nazca de un favor recibido. Y en esto somos bastante sensibles. Si en una confitería nos dan una porción de pastel inusualmente grande, probablemente dudemos por un momento, y solo cuando nos convencemos de que no se trata de un cambio en las políticas de la casa, lo aceptamos como un favor digno de dirigirle una sonrisa a quien, desde el otro lado del mostrador, nos entrega el pastel.

Puede pasarnos que en algunos casos sea difícil determinar si el favor recibido era dirigido personalmente a nosotros. La gratitud va a depender de nuestra respuesta. Por lo menos, el favor debe estar dirigido a un grupo con el cual nos sentimos identificados. (Cuando uno viste el hábito de monje, no es infrecuente recibir una porción extra grande de pastel o cualquier otra forma de bondad inesperada de parte de alguien que uno nunca vio ni volverá a ver. Sin embargo, el favor va dirigido a uno por el hecho de ser monje. Muy distinto es el triste caso de devolverle la sonrisa a alguien que en realidad no nos estaba sonriendo a nosotros sino a alguien detrás nuestro).

¿A dónde nos lleva esta breve fenomenología de la gratitud? Por ahora, podemos afirmar lo siguiente: La gratitud surge de una intuición: de reconocer que hemos recibido un bien de parte de otra persona, y que ese bien se nos da gratuitamente y como un favor. En el momento en que reconocemos el don, la gratitud surge espontáneamente en el corazón: “Je suis reconnaissant” – lo reconozco, lo acepto, lo agradezco; en francés, estos tres conceptos son expresados en un solo vocablo.

Uno reconoce un matiz particular en este gozo: es un gozo que se nos concede libremente como un favor. Reconocemos nuestra dependencia, aceptando libremente como un regalo aquello que otra persona, solo en cuanto persona, puede libremente darnos. Nos sentimos agradecidos, dejando que nuestras emociones sientan y expresen plenamente el gozo recibido, y hacemos que ese gozo regrese a su origen dando las gracias. Notemos que la persona entera se involucra en este gesto cuando damos las gracias de corazón. El corazón es aquel centro en el que la persona es una unidad: el intelecto reconoce el don en cuanto tal; la voluntad reconoce la dependencia hacia quien ofrece el don, y los sentimientos, a modo de caja de resonancia, hacen plena la melodía de esta experiencia.

El intelecto reconoce: sí, es bueno aceptar esta dependencia; los sentimientos resuenan en gratitud, celebrando la belleza de este intercambio. Así, el corazón agradecido, al experimentar la plenitud del ser en su verdad, bondad y belleza, encuentra en la gratitud su propia realización. Es por esto que una persona que no es capaz de dar las gracias de corazón es digna de lástima. La falta de gratitud es siempre un indicio de que algo no está bien en la mente, la voluntad o los sentimientos de una persona; algo que impide la integración de la personalidad.

Sería más preciso comparar este mutuo intercambio con una espiral, en la que el dador recibe las gracias y así se convierte en receptor, con lo que el gozo propio del dar y recibir se eleva cada vez más y más.

Nos puede pasar que nuestra mente insista en sospechar ante un regalo inesperado, y así nos cueste aceptarlo; esto se debe a que el desinterés de parte de quien regala nunca puede ser demostrado. Ponernos a indagar acerca de los motivos que puede tener una persona para hacernos un regalo nos lleva a un punto en que el intelecto debe dar paso a la fe, a la confianza en el otro, lo cual ya no es un gesto puramente intelectual, sino que nace del corazón. También puede pasar que nuestro orgullo nos impida reconocer nuestra dependencia de otro, y así le ponemos un freno a nuestro corazón antes de que éste se abra para dar las gracias. O puede pasar que las cicatrices de heridas emocionales pasadas nos impidan responder plenamente ante un regalo. Nuestros deseos de encontrarnos con un desinterés pleno y así experimentar una gratitud perfecta pueden ser tan profundos y tan en contraste con experiencias pasadas, que podemos caer en el desaliento. Pero, ¿quiénes somos, al fin de cuentas? ¿Por qué habríamos de ser objeto de un amor desinteresado? ¿Somos dignos de él? No, no lo somos. Aceptar la realidad de que somos indignos, y sin embargo abrirnos a ese amor mediante la esperanza: en esto radica la integridad y la santidad humana; aquí está la raíz del gesto integrador de la gratitud. Sin embargo, este gesto interior de la gratitud puede hacerse realidad únicamente cuando es expresado en la acción de gracias.

El gesto de dar las gracias es una parte integral de la gratitud, no menos importante que el reconocimiento intelectual del don y la aceptación de nuestra dependencia hacia quien regala. Pensemos en lo incómodos que nos sentimos cuando no sabemos a quién agradecer al recibir un regalo anónimo. Únicamente cuando el gesto de dar gracias es ofrecido y aceptado se cierra el círculo de la gratitud, al establecerse un mutuo intercambio entre el que da y el que recibe.

Cúpula de la Capilla de la Plaza de Acción de Gracias, en Dallas, Texas. Obra de Gabriel Loire.

Sin embargo, la imagen de un círculo cerrado no es la más apropiada para expresar lo que aquí sucede. Sería más preciso comparar este mutuo intercambio con una espiral, en la que el dador recibe las gracias y así se convierte en receptor, con lo que el gozo propio del dar y recibir se eleva cada vez más y más. Pensemos en una mamá que se inclina hacia su bebé en la cuna para darle un sonajero. El bebé, al darse cuenta del regalo, le devuelve a la mamá una sonrisa. Ella, feliz por el gesto de su bebé, lo levanta de la cuna y le da un beso. He ahí nuestra espiral de la felicidad. ¿Acaso no es el beso un regalo mayor que el sonajero? ¿No es la felicidad de ambos, expresada en el beso, mayor que el gozo que puso a esta espiral en movimiento?

Sin embargo, notemos que en esta espiral el movimiento ascendente no solo indica que el gozo es cada vez mayor, sino que indica una transición hacia algo completamente nuevo. Se ha dado un paso: el paso de la multiplicidad a la unidad. Comenzamos con un dador, un receptor y un don, para llegar al abrazo en que las gracias son dadas y recibidas. ¿Quién puede distinguir entre dador y receptor en aquel beso final de la gratitud?

¿Acaso no es la gratitud un paso de la desconfianza a la confianza, del orgulloso aislamiento al humilde intercambio, del estar esclavizados a una falsa independencia a la aceptación de una dependencia mutua que nos libera? Sí, la gratitud es el gran gesto del pasar a algo nuevo. Este gesto de pasar a algo nuevo nos une a todos como seres humanos, pues nos damos cuenta de que en este universo que pasa, que no es eterno, los humanos somos los únicos conscientes de nuestra transitoriedad. Allí radica nuestra dignidad. Allí radica también nuestra humana responsabilidad: la de encontrarle un sentido a este paso (nuestro paso por este mundo); la de celebrar el sentido de nuestra vida mediante el gesto de la gratitud.

Continúa en la pág. 2

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